Mundo de ficçãoIniciar sessãoLa pregunta de Isabelle quedó suspendida en el aire, vibrando con el mismo miedo que había vaciado el color de su rostro.
Seraphina miraba su propia mano, la piel hormigueando con una estática residual, incapaz de responder. No sabía qué era. Solo sabía que había sentido un calor furioso, una necesidad de protegerse que había estallado desde su núcleo. Antes de que pudiera formular una palabra, el pasillo se llenó de una presión aplastante. No fue un sonido, sinó una onda expansiva de poder puro que golpeó las paredes de piedra. Ronan. Apareció al final del corredor como una tormenta materializada. No corría, pero devoraba la distancia con zancadas largas y depredadoras. Su pecho desnudo brillaba con una fina capa de sudor del entrenamiento, y sus ojos eran dos carbones encendidos de oro fundido. Había sentido el estallido de energía, o tal vez el terror de ella, a través del vínculo que intentaba negar. Llegó hasta ellas en un parpadeo. —¿Qué ha pasado? —su voz fue un gruñido que hizo temblar el suelo bajo los pies descalzos de Seraphina. Isabelle se levantó, acunando su muñeca contra su pecho. La vulnerabilidad en su rostro se transformó instantáneamente en acusación. —¡Ella! —chilló, mostrando la piel marcada. Las cinco huellas rojas brillaban contra su palidez—. ¡Me atacó! ¡Esa cosa... me quemó! Ronan bajó la mirada a la muñeca de Isabelle. Sus ojos dorados se estrecharon al ver la marca inconfundible de una quemadura, una herida que no debería ser posible causar por una humana sin armas. Luego, su mirada se disparó hacia Seraphina. No había preocupación en sus ojos. Había una sospecha oscura y peligrosa. —Ven conmigo. No esperó una respuesta. Su mano se cerró alrededor del brazo de Seraphina, justo por encima del codo. No fue el toque suave de la enfermería, ni la brutalidad ciega de la escalera. Fue una contención de acero. —Ronan, es peligrosa... —empezó Isabelle, dando un paso hacia ellos. —¡Aléjate! —le rugió él, sin mirar atrás. Arrastró a Seraphina por el pasillo, alejándola de la loba herida. La llevó a través de un laberinto de puertas hasta que abrió una de doble hoja de roble macizo y la empujó al interior. Era la biblioteca. Un espacio cavernoso de dos pisos, lleno de libros antiguos y olor a cuero y polvo, iluminado solo por el resplandor de la luna y las brasas moribundas de una chimenea. Ronan cerró la puerta con un golpe que resonó como un disparo y se giró hacia ella. La luz de las brasas pintaba sombras demoníacas en su torso desnudo, resaltando cada músculo tenso por la furia. —¡¿Qué hiciste?! —exigió, acorralándola contra una mesa de caoba—. ¿Cómo la quemaste? ¡Eres humana! ¡Los humanos no hacen eso! El miedo de Seraphina se rompió bajo el peso de la injusticia. Había sido atacada, empujada, amenazada, y ahora él la miraba como si ella fuera el monstruo. —¡No lo sé! —gritó, su voz desgarrándose—. ¡Ella me atacó! ¡Me acorraló! ¡Me dijo que me iba a desechar cuando tú te cansaras de mí! —¡No mientas! —Ronan golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar un tintero—. ¡Isabelle es una loba de sangre pura! ¡Tú no podrías ni tocarla a menos que ella te dejara! ¿Qué usaste? ¿Magia? ¿Veneno? —¡Usé mis manos! —Seraphina levantó las palmas, empujándolo en el pecho desnudo con toda su fuerza. Fue como empujar una pared de granito, pero la furia le dio valor—. ¡Tú me trajiste a este infierno! ¡Tú me marcaste! Golpeó su pecho de nuevo, una y otra vez, sus puños pequeños rebotando inútilmente contra sus pectorales duros como la roca. Las lágrimas de frustración corrían por su rostro. —¡Me odias! ¡Me rechazas! —sollozó, golpeándolo con cada palabra—. ¡Dices que soy una debilidad, pero no me dejas ir! ¡Me encierras, me humillas, pero te vuelves loco si alguien más me toca! ¡¿Qué quieres de mí, Ronan?! Él no se movió bajo su asalto. La miraba fijamente, su respiración volviéndose pesada, sus pupilas dilatándose hasta tragarse el oro. —¡Te odio! —gritó ella, lanzando un último golpe desesperado—. ¡Te odio por hacerme sentir así! Ronan reaccionó. Sus manos se dispararon y atraparon las muñecas de Seraphina en el aire, deteniendo sus golpes. El contacto fue volcánico. La piel de él contra la de ella encendió la habitación. No hubo quemaduras esta vez, solo una corriente de alto voltaje que conectó sus sistemas nerviosos, un circuito cerrado de pura necesidad. Ronan tiró de ella, estrellando su cuerpo contra el suyo. La mesa de caoba se clavó en la espalda baja de Seraphina, atrapándola entre la madera dura y el hombre de acero. —¿Me odias? —susurró él. Su voz ya no era un grito. Era un ronquido bajo, vibrante, que ella sintió en sus propios huesos. Estaba tan cerca que sus alientos se mezclaban. Seraphina levantó la vista, hipnotizada. La furia en el rostro de Ronan se estaba fracturando, dejando paso a una agonía de deseo que era aterradora de presenciar. —Suéltame —jadeó ella, aunque sus piernas temblaban y su cuerpo se arqueaba instintivamente hacia él. —No puedo —confesó él, la verdad arrancada de su garganta como un trozo de vidrio—. Lo intento, Seraphina. Dios sabe que lo intento. Apretó sus muñecas, inmovilizándolas contra su propio pecho, justo sobre su corazón, que latía con un ritmo furioso y salvaje bajo su palma. —Mi deber me dice que te mate. Mi mente me dice que te eche. —Bajó la cabeza, su frente apoyándose contra la de ella, sus ojos cerrados como si estuviera sufriendo un dolor físico insoportable—. Pero mi lobo... Abrió los ojos. Eran dos abismos de oro líquido, sin rastro de humanidad. —Mi lobo te marcó —gruñó contra sus labios—. Y ahora, no me deja alejarme. Me está destrozando por dentro cada segundo que no te toco. La confesión la dejó sin aire. No era amor. Era una maldición compartida. Era hambre. —Ronan... —susurró ella, el nombre una invitación involuntaria. El control de él se rompió. —Maldita sea la manada —rugió. Soltó sus muñecas para enterrar sus manos en su cabello cobrizo, inclinando su cabeza hacia atrás con una urgencia desesperada. Y la besó. No fue un beso de cuento de hadas. Fue una colisión. Fue una declaración de guerra y una rendición al mismo tiempo. Sus labios tomaron los de ella con una posesión salvaje, hambrienta, devorando su suspiro, bebiendo su sabor como si fuera el aire que le habían negado durante años. Era duro, exigente y absolutamente adictivo. Seraphina se aferró a sus hombros desnudos, respondiendo con la misma ferocidad, el odio y el deseo fundiéndose en un fuego que amenazaba con consumirlos a ambos.






