Toda mi vida me dijeron que los omegas debíamos agachar la cabeza. Obedecer. Callar. Ser invisibles. Yo lo intenté… hasta que desperté un don que jamás debí tener. Ahora, con solo existir, soy una amenaza para el mundo que me desprecia. Sebastian Wolfe es el Alfa perfecto: fuerte, temido, obediente a las leyes del Consejo. También es la persona que más odio en este mundo… y la única de la que no puedo escapar. Durante años fue mi mayor verdugo, el primero en recordarme que no valgo nada. Pero cuando mi poder comenzó a atraer miradas y a romper las reglas, algo cambió en sus ojos. Ahora me protege, me desea… y me odia por hacerlo. Nuestro vínculo está prohibido. Nuestra cercanía, condenada. Y, sin embargo, cada paso que doy hacia él me arrastra al filo de un destino del que ninguno puede huir. Yo soy el omega que nació para desafiar el orden. Él, el alfa que no debía amarme.
Leer másMe llamo Miles Ashford y, según el sistema de jerarquías que rige nuestras malditas vidas, ocupo el escalón más bajo: soy un omega. Traducción rápida para los que viven en cuevas: significa que mi existencia es un chiste malo en el que nadie se ríe conmigo, solo de mí. Nada de poder, nada de respeto, y ni siquiera el consuelo de la indiferencia. Porque los omegas no somos invisibles; somos blanco fácil. Carne de cañón lista para la burla y la humillación, el recordatorio diario de que jamás seremos algo más.
Y sí, suena deprimente. De hecho, lo es. Pero, ¿sabes qué? Con el tiempo uno desarrolla un sentido del humor bastante retorcido. Aprendes a reírte de ti mismo antes de que lo hagan los demás. Es como aprender a morderte la lengua para no sangrar: una técnica de supervivencia que me ha mantenido en pie desde que tengo memoria.
Pero basta de preámbulos, estás aquí para escuchar mi historia, así que voy a comenzar por el día en el que todo se fue al carajo.
Esa mañana desperté con el mismo peso en el pecho de siempre, esa losa que se instala antes incluso de abrir los ojos. El reloj marcaba las seis y media. Afuera, el amanecer apenas pintaba las montañas con un resplandor gris azulado. Escuchaba a mi padre levantarse en la habitación de al lado, con su andar firme y militar, como si la casa entera tuviera que cuadrarse ante él. Marcus Ashford. El gran ex alfa que ahora vivía atrapado en la rutina de un hombre cualquiera. A veces me preguntaba qué le dolía más: que yo hubiera nacido omega o que él hubiera perdido la manada que alguna vez lideró. Probablemente ambas. Y yo era la prueba viviente de su derrota.
Me vestí con el uniforme del Instituto Lunar: pantalón gris, camisa blanca rígida y una chaqueta con el emblema bordado de Silverfang en el pecho. Ese maldito símbolo me caía como un grillete. Lo odiaba porque era un recordatorio constante: ya no éramos Ironmoon. Éramos los absorbidos, los tolerados, los que se unieron a una manada que nunca nos quiso. Y sí, antes de que lo preguntes: nadie fuera de mi familia sabe que mi padre fue alfa. Para el resto, solo soy el omega inútil y, para mi padre, soy el omega inútil que manchó su apellido.
Me miré en el espejo un momento. Ojeras, cabello rebelde, gesto cansado. El retrato de alguien que sabe lo que le espera en el día. Esbocé una sonrisa fingida, como quien se pone una máscara barata para enfrentar a un monstruo. Luego abrí la puerta y salí al pasillo.
En la cocina, mi padre estaba sentado leyendo el periódico, rígido como siempre. Ni un saludo, ni un vistazo. Solo un comentario seco:
—Endereza la espalda.
Lo hice, claro. No porque quisiera, sino porque discutir con él a esa hora era como discutir con un muro de piedra. Aunque por dentro sentía que me ardían las entrañas. No importaba lo que hiciera, nunca alcanzaba su estándar.
Poco después bajó Chloe, mi hermana mayor. Impecable, fuerte, con esa aura de respeto que parecía acompañarla a todas partes. Beta de alto nivel, ejemplo perfecto de lo que mi padre quería en un hijo. Y sí, lo adivinaste: yo no era ese hijo. Ella, al menos, me regaló una sonrisa rápida, un gesto pequeño pero suficiente para hacerme sentir menos miserable.
—¿Listo para otro día en el paraíso, hermanito? —bromeó, mientras se servía café.
Rodé los ojos, aunque la broma me arrancó una risa breve.
—Claro. No puedo esperar a que empiece la función de circo.
Ella me lanzó una mirada seria, de esas que dicen “aguanta, no dejes que te rompan”. Yo asentí, aunque en mi interior ya sabía el final de la obra. Porque no se trataba de profecías; se trataba de rutina.
El camino al instituto fue silencioso. Las casas de Silverfang estaban alineadas como si un arquitecto obsesionado con el orden hubiese decidido borrar cualquier traza de individualidad. Techos idénticos, ventanas iguales, jardines perfectamente recortados. Todo en esa manada gritaba control, perfección… obediencia. Tal como quería Sebastian Wolfe.
Ah, Wolfe. El alfa perfecto. El líder que todos veneraban y que yo no podía soportar ni nombrar sin que me revolviera el estómago. El mismo que se aseguraba de recordarme todos los días que yo no era nada. Su apellido sonaba como sentencia. Y, de algún modo, lo era.
Llegué al Instituto Lunar con media hora de sobra, y créeme, nunca es buena idea. Significa más tiempo para ser el blanco del circo. Apenas crucé el umbral, escuché los susurros. No hacían falta palabras: estaban hablando de mí. Siempre lo hacían. "El omega inútil", "el error de la naturaleza". Los murmullos se colaban entre las paredes, afilados como cuchillas invisibles.
En Historia de las Manadas, me escondí en el último pupitre. Collins, el profesor, un beta que hablaba como si estuviera leyendo un testamento, se dedicaba a exaltar las glorias pasadas de Silverfang. Yo, mientras tanto, garabateaba en mi cuaderno: lobos enjaulados, cadenas enredadas, garras rotas. Autorretratos simbólicos, supongo.
—Ashford —dijo Collins de pronto, sacándome de mis dibujos—. ¿Podría contarnos qué aprendió Silverfang tras la Guerra del Consejo?
Todos los ojos cayeron sobre mí. Fantástico. El espectáculo empezaba temprano.
—Que las guerras las ganan los que saben obedecer mejor —contesté con una sonrisa torcida.
Un murmullo recorrió la sala. Collins frunció el ceño, pero no insistió. Algunos se rieron, otros me miraron como si hubiera insultado al mismísimo Consejo. Yo me encogí de hombros. A esas alturas, ¿qué más daba?
El resto de la mañana fue igual: risitas, miradas, comentarios disfrazados de casualidad. Yo resistía como siempre: sarcasmo como escudo, indiferencia como armadura. Pero no te engañaré: el desgaste era real. Como gotas de agua erosionando la piedra, poco a poco me iban rompiendo.
En el almuerzo me senté solo, en una mesa apartada. El centro del comedor estaba ocupado por los grupos de betas y gammas, compartiendo risas y bandejas. Los alfas, por supuesto, tenían su propia mesa. Reyes observando a sus súbditos. Y ahí estaba él. Sebastian Wolfe. Alto e imponente, con cada movimiento calculado para imponer respeto. Ni siquiera necesitaba hablar para dominar el lugar. Bastaba existir. Y todos lo adoraban. Todos, menos yo. Yo lo odiaba con cada fibra de mi ser.
Bajé la mirada hacia mi sopa insípida, fingiendo interés. Pero lo sentía. Esa sensación eléctrica bajo la piel. Como si su sombra me alcanzara incluso desde el otro lado del salón. Y lo odiaba aún más porque, contra mi voluntad, algo en mí reaccionaba.
Tras el almuerzo, la tarde se consumió en entrenamientos. Combates cuerpo a cuerpo, bajo la mirada vigilante de los instructores. Yo era la diana favorita. Me lanzaban al suelo, me empujaban, me dejaban claro quién estaba arriba y quién abajo. Literal y jerárquicamente. Una bota en el pecho, risas en mis oídos. Vamos, el guion de siempre.
Mientras trataba de levantarme tras recibir un golpe que me dejó sin aire, escuché a un instructor murmurarle a otro: “Es un desperdicio de uniforme”. No sabían que yo los oía, o quizá sí y les daba igual. Aprendí a tragármelo como me tragaba la sangre que se acumulaba en mi boca. La indiferencia duele más que los golpes.
A veces pensaba que, si no fuera por Chloe, ya me habría roto. Ella me entrenaba en secreto por las noches, enseñándome a usar mi velocidad en vez de la fuerza. "No necesitas ser más fuerte que ellos, solo más astuto", me repetía. Pero para enfrentarse a todo un sistema no era suficiente un entrenamiento nocturno. Así que no era más que una guerra que parecía perdida… O eso creía entonces. ¡Pero no nos adelantemos!
Cuando por fin sonó la campana de salida, sentí un alivio gélido recorrerme. Caminé solo hacia casa, manos en los bolsillos, cabeza gacha. El viento frío bajaba de las montañas, trayendo el aroma a pino. Me gustaba ese olor: salvaje, libre. Algo que yo jamás sería.
Pasé frente a un grupo de chicos que salían riendo del instituto. Bajaron el tono al verme, como si mi sola presencia contagiara una enfermedad. Uno de ellos murmuró algo, lo suficiente para que los demás soltaran una carcajada. No me di vuelta. Aprendí que a veces lo más valiente que puedes hacer es seguir caminando, aunque cada palabra se clave como una espina.
Las sombras se alargaban sobre la calle cuando doblé la esquina de mi barrio. Y entonces lo escuché. Risas. Ese sonido que había aprendido a temer más que a los aullidos en la noche. Risas que significaban solo una cosa: me estaban esperando.
Tragué saliva. El día aún no había terminado. Y lo peor estaba por venir.
La enfermería olía a alcohol y algodón. La médica de guardia, una beta de mirada cansada, me atendió sin hacer preguntas ceremoniosas. Me aplicó una crema fría que pareció apagarme la cara. Me entregó un paquete de compresas y un consejo de bolsillo: “Respira profundo cuando duela. Respira de todas formas cuando no”. Lo guardé sin prometer nada.Al salir, crucé el patio de piedra que separa el ala de salud del edificio administrativo. Dos alfas conversaban en voz baja apoyados en una columna. El nombre “Wolfe” flotó entre sus palabras y se deshizo apenas me vieron. Hice como que no escuché. Ellos hicieron como que no lo habían dicho. ¿Por qué la manada Silverfang tenía que ser tan poderosa? ¿Por qué, de entre todos los alfas que iban al instituto, tenía que ser Wolfe el más fuerte e influyente? A las 13:00, el óvalo central era un anfiteatro de uniformes. Las filas perfectas, el cielo gris, el viento ordenando mechones de cabello. Todos mirando hacia el punto donde, tarde o temprano,
La puerta se abrió apenas lo suficiente para que entrara un hilo de luz del pasillo. Me quedé inmóvil, con la almohada todavía apretada contra la cara. El olor metálico de la manija me llegó como una punzada. No dije nada. Esperé el juicio, la orden, el silencio afilado de mi padre.—Miles —susurró una voz—. Soy yo.Era Chloe.No encendió la luz. Avanzó a tientas y se sentó en el borde de la cama. Me apartó la almohada con cuidado, como si tuviera miedo de que me rompiera al tocarme. No preguntó qué había pasado; no hacía falta. Sus dedos encontraron la costra en mi labio y el contorno hinchado del pómulo. No dijo “lo siento”. No dijo “otra vez”. Solo estuvo ahí.—Respira conmigo —murmuró.Lo intenté. Inspiré. Sentí que el aire raspaba por dentro como vidrio molido. Exhalé. Otra vez. Mis latidos fueron bajando del galope al trote.—Mañana vas al instituto —dijo al fin—. Con la cabeza en alto.—Claro —solté una risa sin humor—. Y si me vuelven a patear, les pido con amabilidad que usen
El aire se había vuelto más espeso que la sangre en mi boca. Ahí estaba él, Sebastian Wolfe, al final de la calle. El alfa perfecto, el intocable, el que hacía que hasta las sombras se enderezaran a su paso. Su sola presencia bastaba para que los gammas bajaran la cabeza y guardaran silencio, como si alguien hubiese apagado el interruptor del mundo. Yo seguía en el suelo, temblando, con el cuerpo hecho un desastre, pero lo que realmente me dolía era sentir su mirada clavada en mí.Prefería las patadas de Ryan, lo juro. Prefería los insultos, los golpes, el dolor físico. Porque el dolor físico lo conocía, sabía qué esperar. Pero esa mirada… esa maldita mirada de Wolfe me partía en pedazos que no podía recomponer.Las botas del alfa resonaron en el pavimento mientras se acercaba. Cada paso era un golpe seco en el pecho, y lo peor era que no se apresuraba. Avanzaba con calma, como un juez que sabe que el condenado no tiene escapatoria. Yo traté de incorporarme, aunque fuera un poco, pero
Las risas se hicieron más claras con cada paso. El aire frío me arañaba la piel, pero nada me ponía la carne de gallina como ese sonido. Era el tipo de risa que no anunciaba alegría, sino hambre. Hambre de espectáculo, de alguien a quien destrozar. Y mira que intenté retrasarlo, arrastrando los pies como si así pudiera engañar al destino, pero tarde o temprano tenía que llegar a la esquina. Y allí estaban.Cuatro gammas de último año, apostados como hienas esperando su presa. Entre ellos, Ryan. Sí, ese Ryan. Un beta con músculos de sobra y cerebro de sobra… pero en términos de espacio, porque estaba vacío. El clásico matón que nunca aprendió otra forma de brillar que no fuera apagando a otros. Y yo era su faro favorito para ensombrecer. Su pasatiempo preferido: recordarme que no valía nada. O, mejor dicho, convencer a todos los demás de que yo no valía nada. Porque, claro, no le bastaba odiarme en silencio, necesitaba audiencia.—Mírenlo, si es el pequeño Ashford —dijo Ryan. Su tono e
Me llamo Miles Ashford y, según el sistema de jerarquías que rige nuestras malditas vidas, ocupo el escalón más bajo: soy un omega. Traducción rápida para los que viven en cuevas: significa que mi existencia es un chiste malo en el que nadie se ríe conmigo, solo de mí. Nada de poder, nada de respeto, y ni siquiera el consuelo de la indiferencia. Porque los omegas no somos invisibles; somos blanco fácil. Carne de cañón lista para la burla y la humillación, el recordatorio diario de que jamás seremos algo más.Y sí, suena deprimente. De hecho, lo es. Pero, ¿sabes qué? Con el tiempo uno desarrolla un sentido del humor bastante retorcido. Aprendes a reírte de ti mismo antes de que lo hagan los demás. Es como aprender a morderte la lengua para no sangrar: una técnica de supervivencia que me ha mantenido en pie desde que tengo memoria.Pero basta de preámbulos, estás aquí para escuchar mi historia, así que voy a comenzar por el día en el que todo se fue al carajo. Esa mañana desperté con
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