Mundo ficciónIniciar sesiónToda mi vida me dijeron que los omegas debíamos agachar la cabeza. Obedecer. Callar. Ser invisibles. Yo lo intenté… hasta que desperté un don que jamás debí tener. Ahora, con solo existir, soy una amenaza para el mundo que me desprecia. Sebastian Wolfe es el Alfa perfecto: fuerte, temido, obediente a las leyes del Consejo. También es la persona que más odio en este mundo… y la única de la que no puedo escapar. Durante años fue mi mayor verdugo, el primero en recordarme que no valgo nada. Pero cuando mi poder comenzó a atraer miradas y a romper las reglas, algo cambió en sus ojos. Ahora me protege, me desea… y me odia por hacerlo. Nuestro vínculo está prohibido. Nuestra cercanía, condenada. Y, sin embargo, cada paso que doy hacia él me arrastra al filo de un destino del que ninguno puede huir. Yo soy el omega que nació para desafiar el orden. Él, el alfa que no debía amarme.
Leer másLa enfermería olía a alcohol y algodón. La médica de guardia, una beta de mirada cansada, me atendió sin hacer preguntas ceremoniosas. Me aplicó una crema fría que pareció apagarme la cara. Me entregó un paquete de compresas y un consejo de bolsillo: “Respira profundo cuando duela. Respira de todas formas cuando no”. Lo guardé sin prometer nada.Al salir, crucé el patio de piedra que separa el ala de salud del edificio administrativo. Dos alfas conversaban en voz baja apoyados en una columna. El nombre “Wolfe” flotó entre sus palabras y se deshizo apenas me vieron. Hice como que no escuché. Ellos hicieron como que no lo habían dicho. ¿Por qué la manada Silverfang tenía que ser tan poderosa? ¿Por qué, de entre todos los alfas que iban al instituto, tenía que ser Wolfe el más fuerte e influyente? A las 13:00, el óvalo central era un anfiteatro de uniformes. Las filas perfectas, el cielo gris, el viento ordenando mechones de cabello. Todos mirando hacia el punto donde, tarde o temprano,
La puerta se abrió apenas lo suficiente para que entrara un hilo de luz del pasillo. Me quedé inmóvil, con la almohada todavía apretada contra la cara. El olor metálico de la manija me llegó como una punzada. No dije nada. Esperé el juicio, la orden, el silencio afilado de mi padre.—Miles —susurró una voz—. Soy yo.Era Chloe.No encendió la luz. Avanzó a tientas y se sentó en el borde de la cama. Me apartó la almohada con cuidado, como si tuviera miedo de que me rompiera al tocarme. No preguntó qué había pasado; no hacía falta. Sus dedos encontraron la costra en mi labio y el contorno hinchado del pómulo. No dijo “lo siento”. No dijo “otra vez”. Solo estuvo ahí.—Respira conmigo —murmuró.Lo intenté. Inspiré. Sentí que el aire raspaba por dentro como vidrio molido. Exhalé. Otra vez. Mis latidos fueron bajando del galope al trote.—Mañana vas al instituto —dijo al fin—. Con la cabeza en alto.—Claro —solté una risa sin humor—. Y si me vuelven a patear, les pido con amabilidad que usen
El aire se había vuelto más espeso que la sangre en mi boca. Ahí estaba él, Sebastian Wolfe, al final de la calle. El alfa perfecto, el intocable, el que hacía que hasta las sombras se enderezaran a su paso. Su sola presencia bastaba para que los gammas bajaran la cabeza y guardaran silencio, como si alguien hubiese apagado el interruptor del mundo. Yo seguía en el suelo, temblando, con el cuerpo hecho un desastre, pero lo que realmente me dolía era sentir su mirada clavada en mí.Prefería las patadas de Ryan, lo juro. Prefería los insultos, los golpes, el dolor físico. Porque el dolor físico lo conocía, sabía qué esperar. Pero esa mirada… esa maldita mirada de Wolfe me partía en pedazos que no podía recomponer.Las botas del alfa resonaron en el pavimento mientras se acercaba. Cada paso era un golpe seco en el pecho, y lo peor era que no se apresuraba. Avanzaba con calma, como un juez que sabe que el condenado no tiene escapatoria. Yo traté de incorporarme, aunque fuera un poco, pero
Las risas se hicieron más claras con cada paso. El aire frío me arañaba la piel, pero nada me ponía la carne de gallina como ese sonido. Era el tipo de risa que no anunciaba alegría, sino hambre. Hambre de espectáculo, de alguien a quien destrozar. Y mira que intenté retrasarlo, arrastrando los pies como si así pudiera engañar al destino, pero tarde o temprano tenía que llegar a la esquina. Y allí estaban.Cuatro gammas de último año, apostados como hienas esperando su presa. Entre ellos, Ryan. Sí, ese Ryan. Un beta con músculos de sobra y cerebro de sobra… pero en términos de espacio, porque estaba vacío. El clásico matón que nunca aprendió otra forma de brillar que no fuera apagando a otros. Y yo era su faro favorito para ensombrecer. Su pasatiempo preferido: recordarme que no valía nada. O, mejor dicho, convencer a todos los demás de que yo no valía nada. Porque, claro, no le bastaba odiarme en silencio, necesitaba audiencia.—Mírenlo, si es el pequeño Ashford —dijo Ryan. Su tono e
Me llamo Miles Ashford y, según el sistema de jerarquías que rige nuestras malditas vidas, ocupo el escalón más bajo: soy un omega. Traducción rápida para los que viven en cuevas: significa que mi existencia es un chiste malo en el que nadie se ríe conmigo, solo de mí. Nada de poder, nada de respeto, y ni siquiera el consuelo de la indiferencia. Porque los omegas no somos invisibles; somos blanco fácil. Carne de cañón lista para la burla y la humillación, el recordatorio diario de que jamás seremos algo más.Y sí, suena deprimente. De hecho, lo es. Pero, ¿sabes qué? Con el tiempo uno desarrolla un sentido del humor bastante retorcido. Aprendes a reírte de ti mismo antes de que lo hagan los demás. Es como aprender a morderte la lengua para no sangrar: una técnica de supervivencia que me ha mantenido en pie desde que tengo memoria.Pero basta de preámbulos, estás aquí para escuchar mi historia, así que voy a comenzar por el día en el que todo se fue al carajo. Esa mañana desperté con
Último capítulo