11 | Nuestro trato

El eco de su rendición se desvaneció, dejando tras de sí un silencio denso y quebradizo. Seraphina mantuvo la cabeza gacha. Había entregado su libertad. Había vendido su voluntad al diablo para salvar al ángel que acababa de expulsar a la tormenta.

La sombra de Ronan cayó sobre ella como garras oscuras reclamando lo

que les pertenece. Y ahora, Seraphina

le pertenecía.

Su mano, grande y callosa, se cerró alrededor de su brazo superior. El agarre fue firme, posesivo, enviando una descarga eléctrica a través de su cuerpo entumecido que la hizo jadear. No tiró de ella con violencia, sino con la fuerza inexorable de una marea ascendente, obligándola avanzar.

Seraphina se tambaleó, sus piernas convertidas en agua por la adrenalina que la abandonaba, y chocó contra la pared de su pecho. Por un segundo, estuvo envuelta en él, en el aroma a bosque profundo y lluvia, en la dureza de un cuerpo esculpido para la violencia pero vestido con la seda más fina.

Él no la apartó. La sostuvo allí, estabilizándola con una facilidad insultante, mientras sus ojos de acero gris miraban por encima de su cabeza hacia Isabelle.

—Vete a tu ala —ordenó, su voz un retumbar bajo en el pecho que Seraphina tenía presionado contra el suyo.

La sonrisa de triunfo de Isabelle vaciló.

—¿Disculpa?

—Ya has tenido suficiente espectáculo por una noche —dijo Ronan, su tono carente de emoción, cortante como el filo de una navaja—. Desaparece.

El poder en esa única palabra fue absoluto. Era la voz del Alpha, un mandato que vibraba en el aire mismo. Isabelle apretó los labios, sus ojos azules lanzando dagas de odio hacia Seraphina, pero no se atrevió a desafiarlo. Con un bufido de indignación y un remolino de pieles blancas, giró sobre sus talones y se marchó, sus tacones golpeando el suelo como disparos hasta que el sonido se desvaneció.

Con un gesto, Ronan hizo que los guardias también se marcharan.

Estaban solos.

Ronan bajó la vista. Seraphina se obligó a levantar la cabeza, encontrándose con esa mirada tormentosa. De cerca, su belleza era devastadora y cruel. Las líneas de su rostro parecían talladas en granito, su mandíbula apretada con una tensión que hacía saltar un músculo bajo la piel afeitada. Estaba furioso, pero esa furia le daba un brillo oscuro y magnético que hacía que el aire en los pulmones de Seraphina se sintiera escaso.

—Camina —dijo.

No la soltó. Su mano se deslizó de su brazo a su mano, entrelazando sus dedos con los de ella en un agarre que no admitía discusión. No era romántico, eran esposas de carne y hueso.

La arrastró lejos del vestíbulo, adentrándose en las entrañas de la mansión. Seraphina tuvo que trotar para mantener el ritmo de sus largas zancadas. Caminaba con la elegancia letal de un depredador en su territorio, sus hombros anchos moviéndose con una fluidez hipnótica bajo la camisa negra.

El entorno cambió. La piedra gótica y las alfombras persas dieron paso a pasillos iluminados con luces blancas y frías, con suelos de linóleo inmaculado. El olor a historia antigua fue reemplazado por el aroma clínico del antiséptico.

El miedo volvió a enroscarse en el estómago de Seraphina.

—¿A dónde me llevas? —preguntó, su voz un hilo ronco.

Ronan no respondió. Se detuvo frente a una puerta de madera clara con un panel de vidrio esmerilado. Soltó su mano, y la piel de Seraphina hormigueó por la pérdida repentina de su calor, dejándola expuesta al frío del pasillo.

—Adentro —ordenó, abriendo la puerta.

Seraphina vaciló, mirando su perfil severo, buscando algún indicio de crueldad. Pero el rostro de Ronan era una máscara de indiferencia real. Con el corazón en la garganta, cruzó el umbral.

El aire cálido la golpeó primero, seguido por el pitido rítmico y constante de una máquina.

Seraphina se detuvo en seco, llevándose las manos a la boca para ahogar un grito.

No era una celda. Era una habitación privada de hospital. Y allí, en el centro, sumergido en sábanas blancas y nítidas, estaba Hunter.

Estaba dormido. Su pecho subía y bajaba con una profundidad reconfortante. Una mascarilla de oxígeno transparente cubría su nariz y boca, empañándose con cada respiración vital. Su piel, antes cenicienta, tenía ahora un tenue rubor rosado.

Estaba vivo. Estaba a salvo.

—Hunter... —el nombre salió de ella como una plegaria.

Se apresuró a su lado. Sus manos temblorosas acariciaron el cabello suave de su hermano, tocaron su mejilla cálida. No había fiebre. No había convulsiones.

El alivio fue tan violento que le dolió físicamente, doblándola por la mitad mientras sollozaba contra las sábanas. Caleb, el Beta, había cumplido la orden. Ronan había cumplido su palabra.

Sintió una presencia a sus espaldas. El aire se cargó de electricidad estática.

Seraphina se giró, con el rostro bañado en lágrimas, mirando al hombre que ocupaba el marco de la puerta.

Ronan la observaba, sus brazos cruzados sobre su pecho amplio, sus bíceps tensando la tela negra. Su expresión era ilegible, sus ojos grises trazando el camino de sus lágrimas con una intensidad clínica.

—Tú... —la voz de Seraphina tembló—. Lo salvaste.

Se puso de pie, secándose las lágrimas con rabia, sintiéndose vulnerable bajo su escrutinio. Quería odiarlo. Quería gritarle por lo de Liam. Pero miró a su hermano respirando y la gratitud luchó con el odio en su pecho.

—Gracias.

Ronan se separó del marco de la puerta y entró en la habitación. Su presencia hizo que el espacio pareciera minúsculo. Se detuvo a un metro de ella, tan cerca que ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.

—No me des las gracias —dijo, su voz suave y fría como la seda sobre el hielo—. No es caridad, Seraphina.

Su mirada bajó a los labios de ella, y luego volvió a subir a sus ojos, atrapándola.

—Es un pago.

Seraphina sintió un escalofrío.

—¿Un pago?

—Por tu obediencia —susurró él, dando un paso más, invadiendo su espacio personal. El calor que irradiaba era abrumador—. Por arrodillarte. Por echar al intruso. La vida de tu hermano es la moneda con la que has comprado tu lugar aquí.

Extendió una mano y, con un dedo largo, levantó su barbilla, obligándola a mirarlo. El contacto fue ligero, pero quemó como una marca. Sus ojos de tormenta eran pozos profundos de advertencia.

—Mientras tú te comportes, él respira. Mientras te quedes en tu jaula, él recibe tratamiento. Ese es nuestro trato.

El alivio de Seraphina se cristalizó en algo duro y frío. No era un regalo. Era una cadena. Él había atado la vida de Hunter a su sumisión. Era un monstruo, sí, pero un monstruo de una belleza aterradora que sabía exactamente cómo romperla.

—Entiendo mis términos —susurró ella, sin apartar la mirada, desafiando la tormenta en sus ojos.

Ronan la miró un segundo más, sus pupilas dilatándose ligeramente, como si su desafío alimentara algo oscuro dentro de él.

Antes de que pudiera responder, un sonido metálico rompió la tensión.

—Qué escena tan conmovedora.

Isabelle estaba en la puerta. No se había ido a su ala. Estaba apoyada en el marco, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos helados. Su mirada recorrió la habitación, deteniéndose con repulsión en el niño dormido y luego clavándose en Seraphina.

—Ahora que la humana ha visto a su mascota y se ha asegurado de que no está rota —dijo Isabelle, su voz goteando desdén mientras miraba a Ronan—, creo que es hora de llevarla a su verdadero lugar.

Ronan retiró su mano de la barbilla de Seraphina, pero no se alejó. Se giró lentamente hacia su prometida, su rostro volviéndose una máscara de piedra.

—Las perreras están vacías —continuó Isabelle, su sonrisa afilándose como un cuchillo—. Es donde pertenecen los perros callejeros, ¿no?

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