La campanita sobre la puerta sonó cuando entré a la pequeña cafetería de la esquina. El aroma a café recién hecho me envolvió como un abrazo cálido, uno que necesitaba más que nunca.
Las mesas estaban casi vacías, y detrás del mostrador una mujer de cabello rojizo y expresión dura me observó con desconfianza.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó sin dejar de limpiar una taza.
—Hola… Me preguntaba si estaban contratando. Podría ayudar en cocina o como mesera, incluso lavando platos. No tengo problema con el horario, puedo quedarme hasta tarde, los fines de semana, lo que sea.
La mujer me midió de arriba abajo. Sentí cómo mi ropa empapada por la llovizna y mis zapatos gastados hablaban más fuerte que mis palabras.
—Lo siento, no tenemos vacantes.
—Por favor… aunque sea por unos días. No necesito mucho. Sólo… sólo necesito empezar —le supliqué con una sonrisa que me dolía en los labios.
—Ya lo dije, no hay vacantes. Buena suerte —sentenció y giró en redondo para desaparecer en la trastienda.
Salí antes de que mi dignidad se desmoronara ahí mismo, junto a la estufa industrial y los vasos brillantes que nunca sostendría. Afuera la llovizna era fina, pero insistente, como agujas diminutas que se colaban bajo mi abrigo delgado.
Buscaba trabajo con desesperación, obviamente había negado la propuesta de Rachell, pero estaba dudando si había sido lo correcto, no tenía dinero, lo poco había gastado en la cita con el ginecólogo y medicamento para mi embarazo.
Llevaba una semana recorriendo el pueblo, tienda por tienda, restaurante por restaurante. Cada “no” era como una piedra más en la espalda. Estaba empezando a dudar si todos tenían algo en contra de mí. Yo era una chef reconocida, las personas llegaban al restaurante Dell’Orso.
Crucé la calle, el pavimento húmedo reflejando los faroles que comenzaban a encenderse. Mis pies dolían, los dedos me hormigueaban de frío. Mientras caminaba, pensé en lo irónico que era todo: vine a este pueblo porque mi madre, de quien apenas sé nada, era de aquí. Tenía la esperanza de encontrar algún rastro de ella, alguna pista sobre quién soy en realidad. Pero en cambio, conocí el amor de mi vida y lo perdí también.
Cuando llegué al edificio ruinoso donde vivía, subí por la escalera oxidada con el corazón en los talones. No había ascensor. Como siempre. Al entrar al departamento, el silencio me golpeó con una bofetada invisible. Las paredes desnudas, el colchón en el suelo.
Fui directo al cajón del mueble del baño, moví toallas viejas y papeles hasta encontrar el encendedor. Lo tomé con manos temblorosas.
Era como una rutina automática. Algo que no decía en voz alta. Algo que nadie sabía.
Sentí que mi vida se había reducido a los restos quemados de una olla olvidada. Solo humo, sabor amargo y cenizas.
Me arrodillé en el suelo. Sentía las lágrimas presionándome los ojos, pero no las dejaba salir. Apoyé el encendedor contra mi piel, ahí donde nadie lo vería, entre los glúteos, donde el mundo nunca sabría que el dolor me había vencido otra vez.
Sé qué estado estaba mal, pero era la única manera de desahogarme en el dolor que padecía. El fuego no me quemaba tanto como la vergüenza. Pero al menos lo sentía.
Entonces tocaron la puerta. No fue un toque amable. Fue una serie de golpes fuertes, exigentes, desesperados.
Me levanté sobresaltada, escondí el encendedor, y fui a abrir.
Era él. El casero. Un hombre grande, con la cara grasosa y la camisa siempre manchada de sudor. Lo odiaba desde el primer día que lo vi.
—Giulia… —dijo con voz pastosa— ¿Tienes mi dinero?
—Lo siento… me despidieron la semana pasada. Pero voy a conseguir algo, le prometo. Solo necesito unos días más…
—¿Unos días más? —repitió burlón— ¿Y qué voy a hacer con mis cuentas, Giulia? ¿Esperar a que a tu novio muerto le dé por resucitar?
Tragué saliva.
—Luca… —mi voz tembló.
—Tu alcancía, se murió, cariño —dijo con una sonrisa deforme, acercándose más de lo necesario—. Pero mira, podemos arreglarlo de otro modo, ¿eh? Siempre me pareciste apetecible…
Me tocó el cabello. Intenté retroceder, pero ya estaba dentro del apartamento. Cerró la puerta con el pie.
—¡Aléjate! —le grité, pero él solo rio.
—Vamos, nena… no me digas que no lo has pensado. Tan solita aquí, tan… necesitada.
—¡Vete! —le grité con fuerza.
Él me abofeteó. El sonido fue seco, el dolor me encendió la mejilla.
—¡Maldita sea! —dije, cayendo al suelo.
Él se agachó sobre mí. Su cuerpo enorme me presionaba el pecho. Sus manos me buscaban como si yo fuera un objeto.
Me sentí paralizada por un segundo. Pero entonces lo vi: el jarrón que había traído de casa de una vecina, barato pero pesado. Lo alcancé con desesperación y se lo estrellé en la cabeza.
El jarrón estalló y él cayó hacia atrás, sangrando y maldiciendo.
No esperé. Corrí.
Bajé las escaleras sin abrigo, sin bolso, sin pensar. Afuera, la lluvia ahora era un diluvio. Corrí por las calles empapadas, con el corazón galopando en el pecho. No sabía a dónde iba, solo sabía que no podía regresar ahí.
Lloraba. Lloraba como una niña abandonada. Las luces eran borrosas. Mi cabello chorreaba agua. Los autos pasaban sin detenerse.
Me sentí pequeña. Invisible. Sucia.
Mis pies me guiaron sin rumbo hasta detenerme frente a una puerta de madera. Una casa elegante, con faroles encendidos y cortinas gruesas. Ni siquiera me había dado cuenta de hacia dónde me había dirigido, pero ahí estaba.
Esa puerta. Esa casa.
La casa de los Dell’Orso.
Mi corazón se detuvo.
Temblando, extendí la mano y toqué la puerta tres veces. Dudé. Quise darme la vuelta.
Entonces la puerta se abrió.
Y ahí estaba ella.
Rachell.
La madre de Luca.
Su mirada se congeló al verme. Sonrió como una bruja, sabía a lo que venía.
—Lo sabía, ibas a venir arrepentida. Bienvenida. —ella estaba disfrutando verme así.
Yo… Yo simplemente me derrumbé.