Cinco años. Ese era el tiempo que había pasado desde que me convertí en la sombra de mí misma. Desde que cambié mis cuchillos de chef por las cadenas invisibles de un servicio forzado en el restaurante de la familia de Luca.
Cinco años siendo la esclava no oficial de Rachell y sus hijas, quienes nunca dejaron pasar una oportunidad para recordarme que no pertenecía allí.
El vapor danzaba sobre las ollas mientras me movía de un lado a otro en la cocina. Cada platillo que salía de mis manos era una mezcla de técnica, amor y supervivencia. Los clientes llenaban el restaurante, atraídos por los sabores que solo yo sabía conjurar. La cocina era mi trinchera y mi refugio; mientras estuviera entre especias, sartenes y cuchillos, podía olvidar por momentos mi realidad.
—Giulia —dijo Sabrina, una de las meseras, con una sonrisa maliciosa mientras apoyaba la bandeja en la barra—. Está aquí otra vez. El sexy jefe de policía.
—Es solo el jefe de policía, Sabrina —respondí sin levantar la vista de mi sartén donde el estofado burbujeaba, soltando su aroma embriagador—. Solo viene por el caso de Luca.
—Claro que sí… y por tu estofado, que es un pecado. Pero no me engañas, te mira como si fueras su postre favorito.
Fruncí el ceño y removí el estofado con más fuerza. Sabrina siempre estaba bromeando con esas cosas.
—Ignóralo, ¿sí? Tengo suficientes problemas.
Al terminar la jornada, el restaurante quedó en silencio, solo el eco de mis pasos y el tintinear de los utensilios en la cocina me acompañaban. Salí por la puerta trasera, cansada hasta los huesos, con las manos oliendo a ajo, cebolla y sacrificio.
El camino hacia la casa de Rachell —o como yo le llamaba en silencio, “mi calabozo”— se sentía más largo cada día, pero sabía que en el final de ese trayecto me esperaba lo más importante: Isabella.
Mi hija. Mi sol. Mi motor.
Ella tenía su propia habitación, una cama cálida, juguetes que yo no podía permitirme, vestidos bonitos. Tenía lo que yo no tuve nunca. Y aunque vivía como una sirvienta, saber que Isabella era feliz le daba sentido a mi aguante.
Al girar la esquina, lo primero que me sobresaltó fue el automóvil estacionado frente a la casa de Rachell. Un auto negro, elegante, imponente. De esos que uno solo ve en películas o revistas extranjeras. En esta ciudad nadie conduce autos como ese. Nadie puede permitírselo… a menos que esté manchado de sangre o dinero sucio.
Fruncí el ceño y me acerqué al buzón. El corazón se me aceleró al ver un sobre con mi nombre. Lo abrí con manos temblorosas. Mis ojos se llenaron de lágrimas al leerlo: una propuesta de trabajo en otra ciudad. Un nuevo comienzo. Una puerta abierta al fin. La oportunidad de irme. De llevarme a Isabella. De escapar.
Guardé el sobre contra mi pecho, como si pudiera protegerme con él, y subí los peldaños de la casa. Apenas abrí la puerta, la familiaridad del desprecio me dio la bienvenida.
—Miren quién llegó… la mártir —dijo Marcella con esa risa ácida que me provocaba náuseas.
—¿Vienes a barrer o solo pasabas a recordarnos lo miserable que eres? —añadió Fiorella, con su voz tan vacía como su alma.
Intenté avanzar, pero ambas impidieron mi pasó. Marcella me dio un leve empujón, mientras que Fiorella soltaba una risa de burla.
Las ignoré. Ya no me hacían temblar como antes. Las hice a un lado y subí corriendo las escaleras. Mi corazón solo latía por Isabella.
La encontré en nuestra habitación, sentada en la alfombra, con un libro en las manos. Lo pasaba entre los dedos, como si pudiera ver las letras, como si pudiera leer las palabras que siempre le leo en voz alta.
—Hola, mi amor —le susurré, acercándome.
—¿Hoy podemos seguir con la historia del zorro y la niña? —me preguntó con una sonrisa que me partió el alma.
Isabella era ciega. Desde que nació, la oscuridad había sido su única compañera. Había sido difícil, sí, una prueba que a veces parecía insuperable. Pero ella era mi luz. Y por ella, soportaba la tiranía de Rachelle, las burlas de mis cuñadas, la humillación de vivir como una extraña en una casa que nunca fue mi hogar.
Gracias al dinero de los Dell’Orso, Isabella recibía el tratamiento que necesitaba. Tratamientos caros, constantes, esperanzadores. Cada sesión era un paso más hacia una posible cirugía, hacia una vida con colores y formas. Por eso callaba. Por eso obedecía.
Jugamos un rato. Le canté nuestras canciones. Le describí el atardecer desde la ventana. Pero entonces, un grito interrumpió la calma. Un grito fuerte, quebrado. No era Marcella ni Fiorella. Era… Rachell.
—Isabella, quédate aquí, cielo —le dije. Mi voz tembló. No sabía qué me esperaba abajo, pero algo en mi interior se encogió.
Bajé lentamente. Cuando llegué al final de la escalera, lo vi: Rachell, la mujer más fría y altiva que he conocido, estaba de rodillas frente a dos hombres. Suplicando. Su voz se rompía.
—¡Les juro que voy a pagar! Solo necesito más tiempo, por favor…
Los hombres no decían nada. Sus trajes oscuros y su presencia hablaban más que sus bocas. Se notaba que no eran de aquí. Que venían de un mundo donde la misericordia no existía.
Y entonces, ella me vio. Rachell me vio. Y sonrió.
Esa sonrisa me heló la sangre.
—Llévense a ella —dijo, señalándome—. Es mi nuera. Una excelente cocinera. Mucho más útil que mis hijas. Ella será suficiente para el jefe. Se la pueden llevar.
—¿Qué…? —balbuceé, dando un paso atrás—. No, no, ¡usted no puede hacer esto!
Corrí hacia las escaleras, solo quería llegar a Isabella, pero uno de los hombres me alcanzó antes. Me sujetó con fuerza. Me retorcí, pataleé, le grité que me soltara. Le pegué, le arañé. No me importaba nada más.
Entonces, escuché a Isabella.
—¡Mamá!
El otro hombre había entrado a la habitación. La llevaba en brazos. Ella lloraba. Estaba asustada. Mis gritos se volvieron súplicas.
—¡No! ¡Ella no! ¡Por favor, suéltenla! ¡Llévenme solo a mí!
—Esas son órdenes de su suegra —dijo uno de los hombres sin emoción
—Díganle al jefe que esa es mi moneda de cambio.
Soñé por un segundo con un pequeño apartamento, con Isabella corriendo por una cocina nuestra. Un lugar donde nadie nos grite, donde nadie nos use como moneda de cambio. Pero fue solo un segundo.
Nos lanzaron al auto. A mí primero. Luego me entregaron a Isabella. La abracé con todas mis fuerzas.
—Estoy contigo, estoy contigo —le susurré entre lágrimas.
Ella temblaba.
—¿A dónde vamos, mamá?
No podía mentirle. No podía engañarla.
—No lo sé, mi amor.
—¿A dónde nos llevan? —pregunté.
Uno de ellos, de rostro inexpresivo, respondió:
—Tú solo eres una moneda de cambio. Rachelle te ha entregado al hombre más temido de Italia.
—¿Qué hombre? —Mi voz era apenas un hilo.
El silencio fue la única respuesta. Hasta que uno murmuró:
—Dante Moretti.