Mundo ficciónIniciar sesiónSINOPSIS: Traicionada en el altar. Acusada de un crimen que no cometió. Isabela Martínez, la hija bastarda que siempre fue un estorbo y una deshonra en la vida de Adrián, su padre, ve su vida convertida en cenizas a manos de su media hermana, Valeria. Sin madre, sin aliados, con su reputación destrozada y su padre dispuesto a sacrificarla en el altar del poder, Isabela está al borde de un peligroso abismo. «"Sé que ustedes tienen algo que ver con lo que le pasó a mi madre. Y yo voy a descubrirlo. Aunque me cueste todo"», pensó, soltando un suspiro pesado. Tratando de leer más de lo que mostraban esas primeras hojas. Detrás de ella, en silencio, alguien la observaba desde el pasillo. Diego. Ella no lo notó. Pero él sí. Y por primera vez esa noche, no supo si estaba del lado correcto del juego. En su momento más oscuro, cuando Isabela siente que está a punto de tocar fondo, surge Gabriel Montenegro: frío como el mármol, enigmático como la noche, y con una sed de venganza contra los Martínez que rivaliza con la suya. Él le ofrece un salvavidas envenenado: un matrimonio por conveniencia. Su objetivo: destruir desde dentro a la familia que los traicionó a ambos. Ella será su arma; él, su escudo contra el escándalo. En un mundo de traiciones, apariencias y heridas abiertas, Isabela deberá decidir si confiar en el hombre que puede salvarla… O condenarla. ¿Podrá confiar en Gabriel, el lobo que la acoge, antes de que su corazón y su plan de venganza estallen en mil pedazos?
Leer másCapítulo 1
El Regreso de la Bastarda. La mansión de los Martínez se alzaba imponente sobre la colina, igual de fría que sus recuerdos. El cielo nublado parecía rendir homenaje a su estado de ánimo, opaco, tenso, a punto de colapsar. Para Isabela, aquel lugar no era un hogar. Era una jaula de oro. —No tienes opción, Isabela. Tu madre esta muerta. Ahora yo te protegeré —le dijo su padre unas horas antes, sin mirarla a los ojos mientras firmaba documentos en su oficina con la eficiencia de un notario. Como si su vida fuera solo una cláusula más en sus contratos. Ella, aún vestida de negro, con el rostro demacrado por las lágrimas secas tras el entierro de su madre biológica, no respondió. Apretó el relicario en la palma de su mano hasta que el frío del metal le caló los huesos. Recordó aquellos murmullos quejumbrosos de su madre en la cama del hospital, la fragilidad de sus dedos aferrándose a los suyos. "Te protegeré", dijo su padre sin alzar la vista hacia ella. Claro. Porque decidir su vida sin consultarle era un acto de amor y no de control. Ahora releía esos papeles sin mirarla, como si su presencia fuera totalmente inexistente para él. «"Protección... seguro. Versión Adrián Martínez: encierro con vista panorámica"». Respiró hondo, intentando tragarse el nudo que tenía atado a su garganta. Ni siquiera llevaba equipaje, en su mano solo tenía el pequeño relicario que su madre le dejó. Era lo único suyo que conservaba, aparte de su apellido no reconocido. Ahora, de pie frente a la puerta principal de la mansión, Isabela sintió el impulso de huir. Pero ¿a dónde? Su madre estaba muerta, y su padre, Adrián Martínez, la había llevado allí con la excusa de "protegerla", aunque ella sabía que estaba tramando algo. —¡Ah, qué escena tan conmovedora! —dijo una voz aguda al fondo del recibidor—. La hija bastarda vuelve a casa —aplaudió lento—. Que bonito. Isabela alzó la vista. Mariana; su madrastra, estaba en la cima de las escaleras, envuelta en una bata de seda color rojo. A su lado, como una sombra, estaba Valeria; su media hermana, con la misma sonrisa de superioridad que recordaba de su adolescencia. —¿No te enseñaron a saludar, Isabela? —dijo Valeria, cruzando los brazos sobre su pecho—. O al menos a dar las gracias cuando alguien te da la oportunidad de dormir bajo un techo seguro. Las palabras de Valeria fueron un bisturí rasgándola a carne viva. Reabrieron cicatrices que jamás cerraron del todo. Isabela recordó una tarde de su infancia: su muñeca favorita rota en el suelo, Valeria con lágrimas fingidas en los ojos y su padre gritándole a ella sin escucharla. “No mientas, Isabela. Pide perdón". Apretó la mandíbula. No se dejaría humillar más. —Yo no pedí estar aquí, pero que curioso... llegué para quedarme —respondió Isabela con la voz tensa, pero firme. Y subió la barbilla, como si no doliera, como si no importara. —Tu presencia aquí es una vergüenza para esta familia —disparó Mariana, descendiendo cada escalón con demasiada seguridad—. No solo eres el error más grande que cometió Adrián, sino el recuerdo más vulgar de una aventura pasajera con una asquerosa criada. Isabela apretó los puños y tragó saliva, pero no dijo nada. En su estómago hervía una mezcla de dolor y rabia. No lloraría. No les daría ese placer. Pero vengaría cada humillación, cada ofensa. —Basta —dijo Adrián, que acababa de entrar al vestíbulo—. Isabela se quedará aquí. Ya tomé una decisión. Mariana lo miró con incredulidad. —¿Una decisión? ¿Traerla aquí como si nada? ¡Después de todo lo que pasó! —Ya no me interesa discutir este asunto. Ella se queda y punto —dijo él, seco—. Esta casa es mía. Y lo que haga con mis hijos no es asunto de nadie. Valeria abrió la boca para protestar, pero su padre la silenció con una mirada severa. —Llévala a la segunda habitación del ala este —le ordenó Adrián a una de las empleadas—. Y asegúrate de que no le falte nada. Ropa, cobijas. Dale todo lo que necesite. La habitación estaba tan fría como su bienvenida. Las paredes eran de un azul pálido, adornadas con cuadros que representaban paisajes sin alma. En el centro, una cama de dosel, impecable, casi intocable. En la esquina, una pequeña biblioteca con títulos seleccionados por alguien que nunca la conoció. Isabela se dejó caer en la silla junto a la ventana y observó el jardín desde la altura. Las fuentes burbujeaban con una falsa serenidad. Le temblaban las manos. Su madre acababa de morir, y ahora estaba en la casa del hombre que nunca la reconoció públicamente como su hija legítima, obligado a recibirla por algún motivo que ella aún no conocía. Pero algo en su mirada calculadora, en su tono seco, le decía que no se trataba de remordimiento. Adrián Martínez no hacía nada por culpa o afecto. Hacía movimientos. Jugadas. Y ella, Isabela, era ahora una pieza más en su tablero. Horas más tarde, mientras cenaban en un salón con más cubiertos de los necesarios, el silencio pesaba sobre la mesa como una lápida. —¿Y qué piensas hacer con tu vida ahora, Isabela? —preguntó Mariana, cortando un trozo de carne con una sonrisa ladina—. Ya no tienes madre, ni estudios en curso, ni... lugar. Tal vez deberías pensar en algo útil. —Quizás una escuela de modales —agregó Valeria con evidente arrogancia—. Para que no sigas comportándote como una huérfana de telenovela. Isabela los ignoró y llevó una copa de zumo de naranja a los labios. La acidez ardió en su garganta, pero agradeció que le ayudara a mantener el rostro sereno. —Quizás aún no he decidido qué hacer —dijo al fin, con voz pausada—. Pero al menos no me dedico a humillar a otros para sentirme superior. Valeria se tensó. Mariana frunció los labios. Enojada por su atrevimiento. Adrián no dijo nada. Pero en su mirada había una chispa de satisfacción. Como si esperara eso. Que Isabela tuviera su mismo carácter. Más tarde, en el despacho, Adrián se quedó solo, observando un portafolio de documentos sellados. En uno de ellos, el nombre Herrera & Asociados aparecía en tinta negra. El acuerdo aún no estaba cerrado, pero la condición era clara: querían una alianza más sólida. Un vínculo que fuera más allá del dinero. Una boda. Una fusión de apellidos. Pero Adrián jamás utilizaría a Valeria para algo así. Era su niña, su princesa intocable. Sin dudas utilizaría a Isabela como moneda de cambio. Ella debía ser la llave de su éxito. Tenía que pagar todo lo que había invertido en ella de alguna manera. En su habitación, Isabela acarició el borde del relicario de su madre. Lo abrió con cuidado. Dentro, una foto vieja que le hizo recordar aquella nota arrugada que le dejó su madre con letras temblorosas que su madre escribió en sus últimos momentos de vida, cuando ya no podía pronunciar palabras. "Si algo me pasa, no confíes en Adrián. Él… sabe cosas que podrían acabar con las dos. Ten cuidado con los Herrera. No te acerques demasiado e ellos." Isabela sintió que el corazón se le detenía un segundo. Herrera. Ese apellido sonaba como una advertencia silenciosa, pero letal. Sabía que algo turbio había en su alianza con su padre, y ella tenía que descubrirlo. La duda, la furia, la confusión… todo se mezcló como un veneno en su sangre. Se levantó de la cama. Caminó hasta el espejo. —No vas a llorar más —se exigió a sí misma, observando su reflejo con intensidad—. Vas a quedarte aquí y vas a descubrir lo que quieren. Qué hicieron. Y cuando lo sepas, les devolverás cada herida, cada golpe y cada desprecio. Apretó el relicario entre los dedos hasta que le dolió. Sintiendo como la determinación recorría su torrente sanguíneo. —Me obligaron a volver a este nido de víboras. Pero no saben que despertaron a alguien que ya no tiene nada que perder. Y esa mujer… esa Isabela… será su peor error. La puerta se abrió de golpe sin previo aviso. Isabela se levantó de un salto. —¿Estás loca? —espetó, al ver a Valeria entrar con paso firme, sin mirarla siquiera. —Estoy buscando algo que me pertenece —dijo Valeria, con tono altivo mientras comenzaba a abrir cajones, tirar almohadas, y lanzar al suelo con descuido, prendas que yacían dobladas. —¡Sal de mi habitación, ahora! —gritó Isabela, acercándose a ella. Pero Valeria no se inmutó. Tropezó el pequeño cofre sobre la mesita de noche. Lo volcó sin cuidado, y la fotografía de la madre de Isabela cayó al suelo. Sin pestañear, Valeria la pisó. —Tu madre siempre fue una inútil… igual que tú —escupió con veneno. Isabela sintió que algo en su interior estallaba. La empujó con fuerza, y Valeria trastabilló contra la cama. —¡Vuelve a tocar mis cosas y te juro que te arrastro por los pasillos! —gritó. Valeria se lanzó sobre ella con las uñas listas, y comenzaron a forcejear entre gritos y tirones de cabello. —¡¿Qué demonios está pasando aquí?! —bramó la voz de Adrián desde la puerta. Las separó con fuerza, sujetando a Isabela por el brazo. —¿Tú la golpeaste? ¿Perdiste la cabeza? —la regañó con dureza. ¿Así es como agradeces? —¡Ella entró a mi habitación y destruyó mis cosas! Pero Adrián no la escuchó. Solo giró hacia Valeria, quien, fingiendo lágrimas, se refugiaba detrás de él. —¡Papi, ella me golpeó —le dijo con tono mimado. —Tranquila, cariño. Tu hermana aprenderá modales, aquí, encerrada. Valeria, a espaldas de su padre, sonrió con crueldad. Una promesa silenciosa de que esto… apenas comenzaba. Indignada, al no dar crédito a la reacción de Adrián, su padre, para quien no era nuevo el desprecio que Valeria sentia por ella, Isabela entendió que la estadía en esa casa sería su pase a un infierno que jamás imaginó transitar.Capítulo 248Planes y fracasos. Desde su habitación, Teresa veía el mismo techo con manchas oscuras que parecían rostros deformándose, la misma luz amarilla parpadeando como si estuviera a punto de darse por vencida. Ya no sabía cuántas horas llevaba despierta o dormida. Su cuerpo había dejado de distinguirlo. Tres meses de un embarazo acelerado, artificial, violento, habían drenado todo lo que era suyo.Las contracciones llegaban como latigazos. A veces punzadas cortas, a veces ondas largas de dolor que la doblaban sobre la cama, arrancándole aire y orgullo. No gritaba. No porque fuera fuerte, sino porque no quería darle ese gusto al monstruo que disfrutaba torturandola.La joven guardia, Saira, la observaba desde la puerta. Siempre desde ahí, como una estatua que no se permitía sentir. Pero era la única que no le hablaba como si fuera un animal cargado de explosivos.Teresa había creído que su mente le jugaba trucos la primera vez que Elena murmuró un plan de fuga, tan bajito que
Capítulo 247Propósitos, miedos e ideas.La ciudad seguía su rutina como si nada hubiera pasado. Bocinas, gente apurada, lluvia ligera. En el penthouse algunas cosas intentaban recomponerse.Gabriel se quedó más tiempo del que hubiera pensado frente a la ventana, con la taza de café ya tibia en las manos. Miraba la calle como quien pasa páginas en un libro sin leerlas. Sabía que ahí había historia, pero no veía las fotos que le pertenecían. Sentía el cuerpo más alerta que la mente, como si un músculo recordara movimientos que la cabeza había olvidado.Isabela lo vio desde la cocina. Estaba en pijama, el pelo aún húmedo, moviéndose con una calma que escondía el temblor. No hablaba mucho; solo lo necesario.—¿Quieres que salga a caminar un rato? —ofreció ella, porque hablar lo distraía.Él negó con una mueca. —No. Quiero… quedarme un rato así. Con el café. Con esto.Ella dejó la taza en el fregadero y se quedó apoyada en la encimera mirándolo. Había fotos sobre la repisa; él la había
Capítulo 245Lo que el cuerpo recuerda.En el silencio en el penthous Gabriel sostenía la mirada de Isabela con una intensidad que le parecía nueva y, sin embargo, no del todo ajena. Había algo en sus ojos, una mezcla de pregunta y urgencia, que la desarmó en un parpadeo.—Isabela… bésame.La petición salió como si fuera una confesión peligrosa, como si pronunciarla pudiera inclinar un abismo. No era una orden caprichosa ni un intento de recuperar lo perdido a la brava; había en ella una vulnerabilidad desarmante, como la de alguien que mira al borde de un acantilado y evita el vértigo con todas sus fuerzas.Isabela retrocedió un paso, como si en el repliegue físico pudiera ganar tiempo para pensar. Sus manos temblaban. En lo profundo de su pecho sintió el ruido familiar de la ansiedad: un tambor pequeño que avisaba de peligro.Si él no la reconoce en ese instante, si ese beso no encendiera la chispa que ella había guardado durante tanto tiempo en su memoria, sería como perderlo por s
Capítulo 245Lo que el cuerpo recuerda.En el silencio en el penthous Gabriel sostenía la mirada de Isabela con una intensidad que le parecía nueva y, sin embargo, no del todo ajena. Había algo en sus ojos, una mezcla de pregunta y urgencia, que la desarmó en un parpadeo.—Isabela… bésame.La petición salió como si fuera una confesión peligrosa, como si pronunciarla pudiera inclinar un abismo. No era una orden caprichosa ni un intento de recuperar lo perdido a la brava; había en ella una vulnerabilidad desarmante, como la de alguien que mira al borde de un acantilado y evita el vértigo con todas sus fuerzas.Isabela retrocedió un paso, como si en el repliegue físico pudiera ganar tiempo para pensar. Sus manos temblaban. En lo profundo de su pecho sintió el ruido familiar de la ansiedad: un tambor pequeño que avisaba de peligro.Si él no la reconoce en ese instante, si ese beso no encendiera la chispa que ella había guardado durante tanto tiempo en su memoria, sería como perderlo por s
Capítulo 244El comienzo de un todo.La habitación de hospital donde Julián llevaba días internado estaba silenciosa, inundada por un olor a desinfectante que parecía incrustarse en la piel. Habían logrado estabilizarlo, pero su recuperación era lenta, tan lenta que desesperaba. Aun así, entre la debilidad, los vendajes y los susurros del personal médico, se aferraba a una sola verdad: su bebé estaba a salvo, debía recuperarse para protegerlo.Esa certeza era lo único que lo mantenía despierto cuando los analgésicos querían arrastrarlo al sueño. Las enfermeras lo movían con cuidado, cambiaban los vendajes, revisaban las máquinas… pero él no dejaba de mirar hacia la incubadora en el extremo de la sala, donde el pequeño respiraba acompasado, tan frágil como él alguna vez se sintió.—La criatura está fuerte —le dijo el doctor aquella mañana—. Mucho más de lo que esperábamos.Julián sonrió, aunque la expresión fue demasiado breve.—Es un guerrero —susurró.Pero la alegría le duró poco, ha
Capítulo 243El nuevo imperio de Herrera.El avión privado aterrizó entre un resoplido de metal y escarcha. La pista rusa estaba cubierta por una capa fina de nieve, como si alguien hubiera espolvoreado harina sobre un paisaje que ya de por sí parecía muerto. El frío golpeó de inmediato cuando se abrió la puerta, pero Carlos Herrera no se inmutó. Caminó hacia afuera con el abrigo apenas cerrado, como si la temperatura bajo cero fuera tan irrelevante como una brisa de otoño.A su alrededor, los edificios eran sombras viejas de ladrillo húmedo y ventanas rotas. Nada acogedor. Nada bonito. Pero para él, eso era perfecto.Un país duro para un hombre duro. Un lugar sin moral para alguien que ya la había enterrado hacía años.Su escolta rusa se acercó en silencio. Dos exmilitares altos, robustos, casi idénticos en su frialdad.—Bienvenido, señor Herrera —dijo uno de ellos, con acento grueso y voz ronca.Carlos asintió sin dejar de caminar.—Quiero ese laboratorio listo antes de caer la noc
Último capítulo