Capítulo 3
Rivalidad de sangre. Esa misma noche, la luz del baño reflejaba el rostro perfecto de Valeria mientras se retocaba los labios frente al espejo. Isabela entró sin decir palabra, buscando su perfume en el interior de su bolso. Apenas cruzaron miradas a través del espejo. —No deberías usar eso —dijo Valeria sin apartar la vista de su reflejo—. Es demasiado elegante para alguien como tú. Huele a mujer que sabe quién es. No a una bastarda intentando encajar en cualquier lugar. Isabela no respondió. Estaba tan acostumbrada a sus ataques verbales que ya no les prestaba atención. Pero su silencio, aunque no era sumiso, solo alimentaba la crueldad de su media hermana. —¿Sabes qué es lo peor? —continuó Valeria, girándose ahora con lentitud hacia Isabela—. Que ni con los vestidos más caros vas a dejar de parecer lo que eres: un error. Una sombra de segunda mano. Y ahora, papá quiere meterte a la fuerza en nuestra casa… como si eso fuera a cambiar tu origen. —¿Terminaste? —preguntó Isabela, sin levantar la voz. —No. Aún no he empezado —murmuró Valeria, acercándose un paso más—. Voy a quebrarte, Isabela. Poco a poco. Te voy a hacer dudar de cada cosa que creas tener. Y cuando por fin te derrumbes, no va a quedarte nadie que te salve. Ni Diego. Ni papá... Nadie. Una sonrisa vacía adornó su rostro antes de salir del baño, dejando tras de sí el aroma de su perfume… y su veneno. Isabela cerró los ojos por un instante. Sabía que no podía confiar en nadie dentro de esa casa. Y menos en Valeria. Que hasta ese momento no la podía ver más que como una enemiga. Bajó las escaleras sin prisa, aún con las palabras de Valeria retumbando en su cabeza. Al llegar al vestíbulo, escuchó una voz ahogada tras la puerta del estudio. Se detuvo en seco. Era la risa de Valeria. Empujó ligeramente la puerta que había encontrado entreabierta. Diego estaba de pie recargado sobre la esquina de una mesa. Valeria estaba demasiado cerca, tenía una mano en su pecho, y aunque él no la tocaba, no hizo ningún esfuerzo por apartarla. El ambiente se hizo denso, cargado de algo que iba más allá de una simple conversación. Valeria fue la primera en notar a Isabela. —¡Oh… qué coincidencia! —exclamó con tono fingidamente dulce, retirando su mano con lentitud, como si quisiera acariciar el pacho de Diego a propósito para que Isabela la vea—. Estábamos hablando de ti. Diego dio un paso atrás enseguida, nervioso. —No es lo que parece, Isabela —aclaró rápidamente, clavando la mirada en ella—. Valeria se acercó, para decirme algo... nada fuera de lo normal. Isabela los observó en silencio. No necesitaba más palabras. La escena hablaba por sí sola. —Claro —respondió finalmente, con una voz que no temblaba, pero si despertaba sus sospechas—. Siempre hablan de mí. ¡Qué oportuno! —Sí —añadió Diego—. Es que le estaba preguntando a Valeria sobre tus gustos. —Tranquilo, Diego —interrumpió Valeria, mirando fijamente a Isabela—. Mi hermanita bastarda tiene gustos... corrientes. Tú eres demasiado para ella. Isabela soltó un suspiró pesado, viendo como Valeria volvía a acariciar el pecho de Diego. Le dedicó una mirada cargada de fastidio. Giró en silencio y se alejó, mientras Valeria sonreía apenas, con una chispa triunfal en los ojos. Horas después, la mansión respiraba un silencio contenido tras la cena. Los sirvientes limpiaban discretamente los restos del banquete en el comedor principal, mientras los ecos de risas fingidas aún flotaban en el aire de los pasillos. Gabriel Montenegro, el hijo mayor de Adrián, su sucesor en temas de negocios, recién había llegado de un largo viaje de negocios. Arrastró su silla de ruedas directo a la cocina. No vestía de gala como los demás. Llevaba aún la camisa blanca remangada hasta los codos, y el reloj de oro blanco que brillaba bajo la luz tenue de los candelabros. Su presencia imponía sin esfuerzo. Era un hombre que no necesitaba alzar la voz para ser escuchado, ni gritar para intimidar. Abrió el refrigerador con tranquilidad y sacó una botella de agua mineral y unos pastelillos que habían quedado de la cena. Estaba sirviéndose en un vaso cuando un movimiento en el corredor lo distrajo. Alzó la vista. Isabela cruzaba frente a la puerta del salón, los pasos apresurados, la mirada perdida, la mandíbula tensa. Gabriel la observó unos segundos, luego se dirigió a ella con voz grave y sin ocultar la ironía: —¿Acaso viste a un demonio? —preguntó—. Tienes la cara tan pálida que podría jurar que has visto a ti misma en el espejo. Isabela se detuvo, pero no levantó la cabeza de inmediato. Cerró los ojos apenas un instante y respiró. Cuando por fin alzó la vista, sus miradas se encontraron. Y entonces ocurrió. Una sacudida fugaz, invisible, pero brutal. Como una corriente eléctrica cruzando la distancia entre ambos. Apenas un segundo de conexión, de algo que no sabían nombrar, pero que ambos sintieron. El mundo pareció detenerse, o al menos silenciarse. Ella lo miró directo a los ojos, desafiando la altivez que él exudaba con cada centímetro de su estampa. —No. Solo vi la realidad —respondió ella, bajando lentamente la mirada después de unos segundos, como si necesitara romper el hechizo—. A veces eso es peor que cualquier demonio. Gabriel la escaneó con los ojos, midiendo el temblor apenas perceptible en su voz, la rigidez en sus hombros. Había escuchado rumores, claro. De la hija ilegítima. De la chica que Adrián había decidido aceptar en su casa a destiempo, para escándalo de algunos y burla de otros. Pero en ese instante no vio a una bastarda. Vio a una mujer intentando no quebrarse. Y eso, por alguna razón, lo desconcertó más de lo que quiso admitir. —No deberías dejar que te afecten tanto las palabras —advirtió, dando un sorbo al vaso—. Valeria se alimenta de reacciones. Es como una serpiente: si no le temes, pierde el poder. —No le tengo miedo —murmuró Isabela. —¿No? —Gabriel ladeó un poco la cabeza, arqueando apenas una ceja—. Entonces deberías disimular mejor. Tu rostro te delata. Isabela apretó los labios. No quería mostrarse débil frente a él, el hombre cuya sola presencia bastaba para hacer que hasta el personal más antiguo de la casa midiera cada palabra. Él era arrogancia, poder sin necesidad de aspavientos. Y, sin embargo, algo en su mirada la había atravesado como un puñal. No fue burla. Ni lástima. Fue... interés. Uno sutil. Apenas insinuado. Pero real. —No vine a esta casa para disimular nada —dijo Isabela finalmente—. Vine a tomar lo que me corresponde. Gabriel sonrió. Una curva pequeña, peligrosa, que no alcanzó sus ojos. —Eso suena... interesante. Isabela lo miró por última vez, sabiendo que ese intercambio de miradas había marcado algo. Un inicio. Un movimiento de piezas en un tablero que aún no comprendía del todo. Y mientras se alejaba, supo con claridad que él no iba a ignorarla. Y ella… no sabía si eso era una bendición. O una maldición. Más tarde, en el pasillo que conducía al jardín. El aire olía a lluvia y tierra mojada. Isabela recostada contra la pared, aferrándose a ese momento de soledad, sintió que un recuerdo fugaz le atravesó la mente como un flechazo. Cuando tenia nueve años y se acurrucaba junto a su madre en el sofá desgastado del pequeño departamento donde vivían. Afuera, el mundo era gris, pero dentro de ese rincón cálido, todo parecía estar en calma. —¿Por qué nunca hablamos de mi papá? —preguntó de pronto, sin mirarla. Su madre tardó unos segundos en responder. Siguió tejiendo, como si las agujas pudieran enredar también las palabras. —Hay personas que vienen solo a enseñarnos algo —dijo finalmente—. Y luego desaparecen. Isabela frunció el ceño ligeramente. —¿Y él qué vino a enseñarte? Su madre dejó de tejer, su mirada fija en ninguna parte, la miró entonces. Esa fue la primera vez que vio tristeza de verdad en sus ojos. Una tristeza callada, antigua, como un pozo sin fondo. —A no confiar en promesas bonitas. La conversación terminó allí, pero esa noche, mientras fingía dormir, Isabela escuchó a su madre llorar en la cocina. Y supo —sin entender por qué— que había algo más. Algo que le ocultaban. Ahora, años después, parada frente a un retrato familiar en la mansión Martínez, Isabela recordaba aquella escena con un nudo en la garganta. Nada en esa casa hablaba de ella. Ni una sola fotografía, ni un recuerdo. Solo silencios incómodos y miradas furtivas cuando su nombre salía a flote. ¿Y si su madre había sido más que una aventura pasajera en la vida de su padre? ¿Y si la verdad era mucho más cruel… o más poderosa? Isabela rozó con los dedos el marco dorado del retrato. Adrián Martínez sonreía al lado de Valeria y Gabriel. Sus hijos legítimos. Y, sin embargo, era su mirada la que se parecía a la de su padre. Cada minuto que pasaba en esa casa y entre esas personas, se presentaba como una madeja de mentiras y misterios bien conocidos por todos, pero que ninguno se atreve a decir, y donde era evidente que la única ignorante era ella. Conocer las motivaciones que tuvo Adrian para entrar a la vida de su madre era un punto clave en el objetivo que se trazó Isabela y se juró no descansar ni ponerse limitaciones para dar con la verdad de todo, así le toque escarbar hasta ese rincón donde comenzó el nacimiento del mundo, sea cuál sea el resultado que encuentre, incluso si ello representaba perderse a sí misma en esa verdad. Pero ahora en su propósito se anteponia Gabriel Montenegro y el efecto extraño que él causo en ella con solo una simple mirada. ¿Qué tan leal era él a su familia?