Capítulo 2
Decisiones difíciles. Horas después, Isabela se encontraba recostada en la cama, con el relicario de su madre en su mano, observando la foto que tenía dentro y jurando vengarse de Valeria... cuando escuchó los suaves golpes en la puerta. —¿Señorita Isabela? Le traigo algo de parte del señor Martínez —dijo una empleada al otro lado de la puerta. Isabela se levantó y abrió. Frente a ella, colgado en una percha acolchada, estaba el vestido más hermoso que había visto jamás. Verde esmeralda, ceñido al cuerpo, con un escote elegante y espalda baja. No era su estilo. Ni mucho menos su elección. —¿A qué se debe esto? —preguntó alzando una ceja. —Instrucciones del señor Martínez —murmuró la empleada sin levantar la vista—. Debe usarlo para la cena de esta noche. Dijo que no era negociable. Isabela tomó el vestido con expresión neutra. En el fondo sabía que su padre trataba algo al traerla a casa. Horas mas tarde, bajó las escaleras de mármol con la cabeza en alto, como si ese vestido no fuera una armadura prestada, como si la seguridad le naciera del alma. Su cabello estaba recogido en un moño bajo, con un par de mechones sueltos enmarcando su rostro. Llevaba una gargantilla con piedras de esmeralda y aretes a juego. Y el relicario en su mano. Entró al comedor. Un silencio inesperado se adueñó del ambiente. Mariana la miró primero, con los ojos entrecerrados. Valeria frunció el ceño al notar que, por un instante, Isabela había capturado todas las miradas. Incluso la de Diego. No soportaba la idea de saber que en belleza y elegancia Isabela siempre había destacado por encima de ella y por eso siempre quiso opacarla. Adrián ni siquiera parpadeó. —¡Qué bueno que viniste! —susurró él, bebiendo un sorbo de vino—. Siéntate, Isabela. Ella obedeció, clavando la mirada en el lugar vacío frente a ella. Solo cuando se acomodó en su asiento notó lo que no había visto antes, este circo era más que una cena formal en familia y rápidamente la tensión creció en el ambiente. —Permíteme presentarte a nuestros invitados —dijo Adrián con una sonrisa medida—. La familia Herrera. Isabela sintió como una puñalada en el pecho. Ese apellido... El mismo que su madre tanto temía. A su izquierda, una mujer de rostro pulido y expresión gélida asintió apenas con la cabeza. A su lado, un hombre robusto con el cabello salpicado de canas examinaba la mesa como si todo fuera parte de un negocio. —Es hermosa esta chica —comentó Don Carlos, el patriarca de los Herrera—. Seguramente le daría los hijos más hermosos a nuestras familias. Isabela abrió sus ojos como platos. —¿Perdón? —dijo, con un atisbo de sorpresa. —El señor Herrera es nuestro socio más importante, sus clínicas son las mejores de la ciudad —interrumpió Adrian, dedicándole una mirada severa a Isabela. —No solo de la ciudad —comentó Angela Herrera, con una sonrisa serena en su rostro—. Nuestras clínicas son las mejores del país, siempre cuidando de la confiabilidad de nuestros pacientes, incluso en casos delicados, como el de su difunta esposa, señor Martínez. El color abandonó el rostro de Adrián momentáneamente. Él aclaró su garganta y cambió el tema. Isabela alzó la mirada hacia su padre, notando el nerviosismo en su mirada y el ligero temblor en su voz. Ocultaba algo. Claro que lo hacía. Al otro lado de la mesa, con la mandíbula marcada y unos ojos oscuros que no dejaban nada al azar, estaba él. —Diego Herrera —dijo el hombre, extendiéndole la mano a Isabela—. Un placer conocerte. Ella apenas lo miró. —Isabela Martínez —respondió tajante. Tocando su mano apenas con la punta de sus dedos. —Es la hija bastarda de mi marido —agregó Mariana con veneno disfrazado de ironía y burla —. Aunque ahora parece que la estamos entrenando para las grandes ligas. Valeria rió por lo bajo. Diego no dijo nada. Solo la observó, como si intentara leer más allá de su vestido, de la fachada. Durante la cena, Isabela habló lo justo. Contestaba con monosílabos o frases breves. Sabía mirar. Sabía interpretar, pero sobre todo, estaba atenta a lo que escuchaba. Su padre dirigía la conversación como un director de orquesta, halagando discretamente a los Herrera, hablando de proyectos, de alianzas, de "construir un futuro juntos". Cada palabra era más clara que la anterior. Esa noche no era casualidad. Esa cena era una jugada. Y ella era la ficha principal en su tablero. Una frase de Diego llamó totalmente la atención de Isabela: —"Nuestro archivo tiene fama de saber todo... de todos" Su corazón se saltó unos latidos. Apretó el relicario, cerró sus ojos y tomó una bocanada de aire. —¿Y tú, Isabela? —preguntó la madre de Diego—. ¿Estudias? ¿Trabajas? ¿A qué te dedicas? —Estudio… ingeniería financiera —respondió casi en un gesto automático, sin dar más detalles. —Muy bien, eres del tipo de mujer que necesita la familia Herrera. Isabela sintió cómo otra punzada más en su pecho. —Apenas está encontrando su lugar —intervino Adrián con voz suave—. Y creo que pronto sabrá exactamente cuál es. El cruce de miradas entre su padre y Diego no pasó desapercibido. Sus palabras e indicaciones eran bastante claras. Sintió cómo el aire se espesaba. No eran simples negocios. No era una cena formal. Aquello era una presentación. Un desfile. Su padre la exhibía. Como en una galería de artes. Y ella parecía no tener escapatoria. Cuando la cena terminó, los hombres pasaron al salón contiguo. Las mujeres se quedaron tomando café en la mesa. —Bonito vestido —dijo Valeria con su tono irónico, acercándose a su oído—. Aunque claro… no todo lo que brilla impresiona. Y un hombre como él... no se va a fijar en ti, chica bastarda. Isabela le sostuvo la mirada con una sonrisa serena. —¿Estás celosa porque esta vez no te eligieron a ti? —bufó una sonrisa satisfecha—. ¡Ya deberías estar acostumbrada! Valeria se alejó lentamente. —No, estoy feliz de que a mi me elegirán por amor y no van a comprarme como una pieza de colección en un mercado. Isabela respiró hondo y se quedó sentada unos minutos más, sola, con la taza entre las manos. Luego, se levantó sin hacer ruido y se dirigió al despacho de su padre. Aprovechando que estaba vacío. La carpeta de Herrera & Asociados reposaba en el escritorio. Debajo de ella estaba otra con las palabras "Informe médico de Lucía Guzmán" "Acuerdo confidencial. Clínicas Herrera" Su corazón se disparó en un momento. Su respiración errática y su pulso fuera de control tumbó la carpeta hasta descubrir las primeras hojas en su interior. «"Sé que ustedes tienen algo que ver con lo que le pasó a mi madre. Y yo voy a descubrirlo. Aunque me cueste todo"», pensó, soltando un suspiro pesado. Tratando de leer más de lo que mostraban esas primeras hojas. Detrás de ella, en silencio, alguien la observaba desde el pasillo. Diego. Ella no lo notó. Pero él sí. Y por primera vez esa noche, no supo si estaba del lado correcto del juego. El ambiente en la terraza era más relajado, al menos en apariencia. Adrián se irguió con su copa en alto, y todos se giraron hacia él con atención. —Quiero aprovechar este momento para decir unas palabras —anunció, con esa voz tan suya que nunca sonaba casual—. Esta noche no solo representa una alianza estratégica para nuestras empresas. Para mí, es mucho más que eso. Isabela frunció ligeramente el ceño, atenta a lo que ya presentía. —Verán —continuó Adrián, dirigiéndose con sutileza a la familia Herrera—, es un orgullo ver que el primogénito de mi socio más respetado haya mostrado un interés tan genuino por mi hija Isabela. No podría haber imaginado una mejor manera de consolidar nuestra relación que a través del lazo más fuerte: la familia. —¿Interés? —preguntó Isabela, ofendida—. Esto me suena más a inversión. A venta. Un silencio pesado se posó sobre la terraza. —¡Ya basta, Isabela! —exclamó Adrián en tono severo—. Ya hemos tomado una decisión. Isabela sintió cómo se le endurecía la mandíbula. —No, yo no he tomado una decisión. Has sido tú quien ha decidido por mí, papá —dijo con voz firme—. ¿A caso este era tu supuesto plan de "protegerme"? Ofreciéndome en matrimonio para sellar tus alianzas. —No decido —respondió Adrián sin inmutarse—. Pero veo. Y anticipo lo que es mejor para la familia y para ti, claro. Tú mereces un lugar en esta familia, Isabela. Uno real. Y él —señaló a Diego— puede dártelo. Ella lo miró, desconcertada. Diego también parecía sorprendido, aunque no se atrevió a contrariar al patriarca. —Una unión así nos beneficiaría a todos —agregó la madre de Diego con voz pulida—. Claro que aún es pronto… pero si el interés es mutuo, no hay por qué dilatar lo inevitable. Isabela bajó la vista unos segundos. Sabía actuar. Sabía contener. Pero por dentro, el vértigo crecía. ¿Casarse con Diego? ¿Entregarse al enemigo? ¿Valía la pena el riesgo? Recordó la carpeta. Las fotos, aquel acuerdo confidencial. Y luego, la sangre de su madre mezclada con silencios y mentiras. Tal vez esa boda no era una condena… sino una puerta a descubrir la verdad. Una muy peligrosa. Y aún no sabía si estaba lista para cruzarla. Más tarde, a solas en el gran salón, Isabela sacó el recorte arrugado. Lo alisó sobre la mesilla. Las palabras bailaban ante sus ojos. “Caída accidental”… “Investigación cerrada”… “Informe de la Clínica Herrera: inconcluso”… El relicario, frío contra su piel, parecía pesar más. La voz de su madre susurraba en su memoria: “Ten cuidado con los Herrera… saben cosas que podrían acabar con las dos…” Una sensación incómoda, punzante y ardiente como lava de un volcán a punto de erupsionar se posó en su pecho. Isabela, a fuerza entendió que si quería descubrir la verdad, Diego Herrera ya no era solo un peón; al contrario, convenientemente, para ella, él se acababa de convertir en la llave maestra, el catalizador de esa verdad. Ahora tenía una prueba. Pequeña, frágil, pero tangible. Los Herrera estaban involucrados. Su padre había solicitado un informe. ¿Qué ocultaba ese informe? ¿Por qué lo escondían? Un fuego frío se encendió en su pecho. Diego Herrera ya no era solo un peón. Era la llave. —Sí, papá —susurró en un tono de voz calculador—. Ya sé cuál es mi lugar en este juego. En el corazón de la serpiente, y no dudaré en morder llegada mi oportunidad. Morderé tanto como me sea necesario hasta encontrar la verdad que me ocultas o hasta padecer en manos de estas hienas. Esas palabras más que cajón vacío, o pataletas de niña en rebeldia, era una promesa expresada a gritos silentes; y el silencio de un alma herida pesa más que cualquier apariencia de sumisión, es la promesa de que en cualquier momento el volcán en su interior explotará... eso para Isabela era más que una promesa. Era una sentencia.