Calvin Monteverde
La sala de reuniones de mi mansión se encontraba iluminada por la luz natural que se filtraba a través de los ventanales de vidrio, proyectando un ambiente cálido e íntimo que contrastaba con la tensión que se respiraba. Había ordenado a todo el personal permanecer fuera para garantizar la privacidad. Frente a mí, sentado en uno de los sillones de cuero, estaba Sergio Castellón, aspirante a primer ministro, con su porte altivo y mirada analítica. A su lado, Ana María D’ Castellón, su esposa, mantenía una actitud serena pero firme, como una mujer acostumbrada a los juegos de poder. Y junto a ellos, Antonio Castellón, el prometido de mi cuñada Mónica, parecía un tanto incómodo, tal vez consciente de que esta conversación no sería del todo agradable.
—Señor Castellón —comencé, cruzando las piernas mientras tomaba mi whisky con calma —, debo confesar que algo ha estado molestándome profundamente desde hace unos días.
El político levantó una ceja, como invitándome a con