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Víctor
La cuñada de Calvin Monteverde había logrado lo impensable: casarse con el hijo de los Castellón, una de las familias más poderosas y controversiales del país. La unión no era un simple lazo matrimonial, sino un pacto simbólico entre dos fuerzas que habían desafiado la ley y el orden durante años. Por un lado, Monteverde, magnate de negocios ilícitos y líder en las sombras de una red de influencia que llegaba hasta las altas esferas. Por otro, los Castellón, encabezados por un postulante a la presidencia bajo el estandarte de la ANU, ese partido tan corrupto como su historia lo permitía.
Me sorprendió no ver a Bruno Delacroix, pensé que él estaba pero el condenado se guarda tan bien que a veces pienso que es inalcanzable.
La boda fue todo lo que se esperaba de una alianza de este tipo: un derroche de opulencia envuelto en un aire de hipocresía. Se celebró en una finca privada, rodeada de colinas y con un despliegue de seguridad que bien podría rivalizar con el de un jefe de estado. Helicópteros sobrevolaban discretamente la zona, y decenas de guardaespaldas con auriculares y armas ocultas se mezclaban entre los invitados.
El lugar era deslumbrante: mesas interminables cubiertas de manteles de seda, candelabros de cristal que reflejaban la luz de la luna, y arreglos florales que parecían salidos de un sueño. Entre los asistentes, políticos, empresarios, y figuras del entretenimiento compartían sonrisas falsas y brindaban con champán importado, mientras sus conversaciones disimulaban alianzas, favores, y promesas ocultas.
Sin embargo, la perfección de la noche no tardó en agrietarse. Una discusión en voz baja cerca de una de las mesas principales llamó la atención de varios invitados. El primo del novio, visiblemente ebrio, cuestionó en voz alta los verdaderos motivos del matrimonio, sugiriendo que esto no era más que "un acuerdo para blanquear dinero y ganar votos". Los murmullos se convirtieron en un murmullo más fuerte cuando uno de los guardaespaldas tuvo que intervenir para calmar los ánimos.
Poco después, en la zona de la cocina, el personal de catering también lidiaba con su propio caos: la bebida escaseaba debido a un problema logístico, y algunos de los camareros, recién contratados, parecían más interesados en observar a los invitados que en servirles. Uno de ellos incluso derramó una botella de vino tinto sobre el vestido de una de las damas de honor, causando un alboroto que los organizadores apenas pudieron contener.
Pero los verdaderos problemas comenzaron cuando un grupo de invitados no registrados apareció en la entrada. Se trataba de miembros no invitados de una familia rival de los Castellón, quienes llegaron sin previo aviso con la intención de "felicitar" al novio. Las tensiones subieron rápidamente cuando uno de los guardaespaldas se negó a dejarles pasar, y lo que empezó como una conversación acalorada amenazaba con convertirse en algo peor.
En medio de este desorden, la fiesta seguía su curso para los invitados más despreocupados, quienes bailaban al ritmo de una orquesta mientras los organizadores luchaban por evitar que el caos fuera evidente. Sin embargo, algo más estaba sucediendo tras bastidores, algo que ninguno de los presentes sospechaba: entre los camareros, personal de limpieza y músicos, había infiltrados de una fuerza especial, listos para intervenir.
La bandera camuflada de la FIAC, ondeaba en una de las camionetas. Todos los movimientos estaban urgidos, soldados trotaban con sigilo.
Este operativo, sin embargo, era diferente. Estábamos infiltrándonos en la boda de la cuñada de Calvin Monteverde, pero no íbamos tras él directamente.
Nuestro verdadero objetivo era uno de los cinco líderes de los Lobos de Hierro, una organización secreta tan violenta como poderosa. Según nuestra inteligencia, este líder, un hombre conocido como "El Colmillo", una mano derecha de Thor, el Gran Jefe como le decían, estaría entre los invitados.
El operativo comenzó hace apenas cinco horas antes. Nosotros sabíamos de la boda, pero no cuando, ni donde, sin embargo aquel mensaje anónimo, rebelando la ubicación y el día, nos hizo pensar que era una trampa, aún así di la orden de un: K27: operativo urgente, donde actuábamos con lo que teníamos sin más.
Los analistas estudiaron cada detalle según lo que el tiempo nos permitía: la finca donde se celebraría la boda, las rutas de acceso y escape, los esquemas de seguridad, y las dinámicas de los invitados. Sabíamos que sería una operación peligrosa sobre todo por el poco tiempo de preparación; la finca estaba ubicada en un vasto campo privado, aislada por kilómetros de terreno inhóspito. Había rumores de un pequeño ejército privado resguardando el evento, y nuestro margen de error era nulo.
La misión era clara: infiltrarnos, identificar al objetivo, capturarlo, y extraerlo antes de que la seguridad reaccionara. Sin embargo, algo dentro de mí me decía que esta operación no sería tan sencilla como sonaba en papel.
El sol apenas se escondía detrás de las colinas cuando llegamos al perímetro. Yo iba en la primera unidad, un equipo de cinco agentes disfrazados como empleados del catering.
Mi colega, Génesis, quién pretende tomar mi cargo cuando me jubile, se encargaba de la logística en el interior; ella era demasiada buena en lo que hacía. Por eso le asigné la misión.
Desde la entrada, el despliegue de lujo era evidente: docenas de vehículos de alta gama formaban una fila interminable hacia la entrada principal. Invitados vestidos con trajes de diseñador y joyas de millones caminaban por la alfombra roja que llevaba al corazón de la finca, un salón al aire libre decorado con candelabros de cristal y miles de rosas blancas.
El equipo técnico ya había colocado micro cámaras y micrófonos en puntos clave del lugar: los baños, la cocina, y los pasillos que conectaban la zona de recepción con los cuartos privados. Mientras tanto, yo y mi compañero Álvarez cargábamos bandejas con copas de champán, simulando ser camareros, mientras revisábamos discretamente las identificaciones de los invitados. El Colmillo debía ser un hombre alto, imponente, tatuado, y con una escolta considerable.
—“¿Lo ves?” —susurró Álvarez mientras dejaba una copa en una mesa.
—“Todavía no. Mantén la calma” —respondí, ajustando mi auricular para comunicarme con el resto del equipo.
No había tiempo para lamentaciones. Cuando Génesis gritó por el auricular que uno de los vehículos escolta de “El Colmillo”, se había desviado hacia una de las carreteras secundarias, supe que era nuestra última oportunidad. Me levanté, con el corazón martillándome en el pecho, y corrí hacia uno de los SUV blindados estacionados cerca de la cocina.
—¡Víctor! No puedes ir solo, espera refuerzos —insistió Génesis, ella sabía lo que hacía.
—No hay tiempo. Si dejamos que se pierdan en el campo, será como buscar una aguja en un pajar. Me encargo —respondí, encendiendo el motor.
El motor rugió y el vehículo salió disparado, levantando una nube de polvo en la noche cerrada. Desde el punto de acceso trasero de la finca, vi las luces traseras del convoy enemigo. Tres vehículos avanzaban a toda velocidad por un camino de tierra.
—Génesis, necesito la ruta de escape más probable.
—Hay un puente estrecho a cinco kilómetros, conecta con la autopista. Si llegan ahí, estarán fuera de nuestro alcance.
—Entonces no van a llegar.
La carretera era un desafío en sí misma: llena de baches, curvas cerradas y con una visibilidad limitada por los árboles que flanqueaban el camino. Pero eso no me detendría. Pisé el acelerador, acercándome al último vehículo del convoy. Era una camioneta negra con vidrios polarizados, y sus ocupantes pronto notaron mi presencia.
Los disparos no tardaron en llegar. Desde la parte trasera, un hombre asomó el cuerpo por la ventanilla con un fusil automático, disparando en ráfagas hacia mi parabrisas. El vidrio blindado aguantó los impactos, pero las grietas comenzaron a formarse rápidamente.
—¡Maldita sea! —gruñí, inclinándome para esquivar el vidrio astillado mientras mantenía el control del volante.
Giré bruscamente hacia la izquierda, saliendo momentáneamente del camino para evitar los disparos.
Luego volví al carril, acelerando hasta casi tocar el parachoques trasero de la camioneta. Con una maniobra calculada, golpeé la esquina derecha de su vehículo, haciendo que derrapara en un giro incontrolable. La camioneta salió de la carretera, chocando contra un árbol.
—Uno menos —murmuré, enfocándome en los dos vehículos restantes.
El siguiente vehículo era un sedán deportivo, probablemente el escolta principal. Tenía más velocidad que yo, pero la carretera sinuosa era su debilidad. Desde la distancia, vi cómo intentaban zigzaguear para ganar ventaja, pero sus movimientos eran predecibles. Tomé una curva cerrada a toda velocidad, reduciendo la distancia entre nosotros.
De repente, uno de los ocupantes del sedán sacó un artefacto: un cóctel molotov. Lo lanzaron por la ventanilla, y el líquido inflamable explotó en el camino frente a mí. El fuego iluminó la carretera, obligándome a maniobrar bruscamente para evitar las llamas.
—¡Génesis! Necesito una ruta alterna o algo de apoyo, esto se está complicando.
—Aguanta, estoy desviando un dron hacia tu posición. Puede que tengamos apoyo aéreo en unos minutos.
No tenía minutos. Me acerqué al sedán nuevamente, esta vez posicionándome a su izquierda. Cuando intentaron sacarme del camino con un giro agresivo, contrarresté con un choque lateral. Su conductor perdió el control, y el sedán derrapó hacia una zanja al costado de la carretera. Escuché el estruendo del metal al chocar contra una roca.
Ahora quedaba el último vehículo: una camioneta blindada donde estaba El Colmillo.
El terreno comenzó a abrirse, y la carretera de tierra se transformó en asfalto irregular. Frente a nosotros, el puente que Génesis había mencionado se hacía visible. Si la camioneta cruzaba, sería imposible alcanzarla.
Sabía que tenía que actuar rápido. Pisé el acelerador, emparejándome con la camioneta. Desde el asiento del copiloto, uno de los escoltas abrió fuego con una escopeta. Las balas destrozaron mi espejo lateral y perforaron una de las puertas, pero mantuve el control.
—¡Víctor, cuidado! —gritó Génesis por el auricular, justo cuando vi a otro escolta sacar un lanzacohetes portátil desde la parte trasera de la camioneta.
—¡¿En serio?! —grité, girando bruscamente para evitar el disparo. El cohete pasó de largo, impactando en un árbol cercano y provocando una explosión que iluminó el cielo nocturno. Aproveché el momento de distracción para acercarme aún más.
Con un giro repentino, embestí la camioneta en un costado, haciéndola tambalearse. Los escoltas intentaron disparar de nuevo, pero en ese momento, algo inesperado ocurrió: un dron apareció sobrevolando la carretera, equipado con una luz cegadora. Génesis había cumplido su promesa.
—¡El dron está distrayéndolos, actúa ahora! —gritó Génesis.
Usé la distracción para posicionarme detrás de la camioneta. Aceleré con fuerza, golpeándola en la parte trasera. El impacto fue suficiente para hacerla girar. La camioneta perdió el control, derrapó en círculos y se detuvo a pocos metros del puente.
Salí de mi vehículo con mi arma desenfundada, apuntando hacia la camioneta. El Colmillo salió tambaleándose, con la frente sangrando por el impacto. Sus escoltas intentaron resistir, pero una ráfaga de disparos desde el dron los obligó a retroceder.
—¡Al suelo, ahora! —grité.
El Colmillo me miró con una sonrisa torcida, como si supiera algo que yo no.
—Llegaste lejos, agente. Pero esto no ha terminado.
Antes de que pudiera reaccionar, escuché el rugido de un motor detrás de mí. Un helicóptero apareció de la nada, iluminando la escena con sus reflectores. Cables descendieron rápidamente, y hombres armados comenzaron a bajar.
—¡Génesis, tenemos refuerzos enemigos! —grité mientras retrocedía hacia mi vehículo.
El Colmillo fue izado hacia el helicóptero mientras sus hombres abrían fuego contra mi posición. Intenté disparar, pero era inútil. El helicóptero ascendió rápidamente, llevándose a nuestro objetivo una vez más.
Regresé al punto de extracción con el vehículo destrozado y mi cuerpo agotado. El Colmillo había escapado, pero habíamos eliminado a varios de sus hombres y recuperado información crucial de la camioneta. Génesis me recibió con una mezcla de preocupación y frustración.
—Esto no es una derrota, Víctor. Es solo una batalla. Tarde o temprano, atraparemos a ese bastardo.
—Sí, pero será más difícil ahora. Él sabe que vamos tras él.
Mientras el equipo de evacuación llegaba, miré hacia el horizonte. La cacería no había terminado. La próxima vez, no habría escapatoria.