Cindy
Era lunes, y el inicio de mi jornada me encontró con un nudo en el estómago que no lograba deshacer. La zona VIP siempre requería un poco más de cuidado, más sonrisas falsas y, sobre todo, más paciencia. Me movía entre las mesas, recogiendo copas vacías y llevándolas a la barra mientras intentaba mantener el ritmo, aunque mi mente estuviera en otra parte. Joaquín, el encargado de la barra, parecía genuinamente contento de verme ahí. —Qué bueno tenerte de vuelta en esta zona, Cindy. Las cosas fluyen mejor contigo —me dijo mientras acomodaba unos vasos tras la barra. Le respondí con una sonrisa automática, agradeciendo el cumplido, pero mi atención estaba lejos de sus palabras. Desde el momento en que Bruno Delacroix había llegado a la zona VIP, no había hecho otra cosa que buscar su mirada. Pero no me miraba. Desde el instante en que cruzó la puerta, vestido impecablemente como siempre, su presencia parecía dominar el lugar. Su postura relajada, pero llena de autoridad, hacía que cualquiera se sintiera insignificante a su alrededor. Todos parecían captar su atención, todos menos yo… o al menos eso intentaba aparentar. Había intentado ir a su mesa, pero había dado la orden de que otra chica le atienda. Desde que tomó asiento en un sillón al fondo, con un par de hombres a su alrededor, Bruno no había dirigido ni una sola mirada en mi dirección. Ni un gesto, ni una señal de reconocimiento. Era como si no existiera para él. Y eso dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir. Mi mente no paraba de reproducir las imágenes que seguramente él había visto: las fotos. No había duda de que eran los hombres de Bruno. Había reconocido el coche estacionado frente al bar de Toni el sábado, eran sus hombres. No sabía cuánto había deducido, pero el silencio que mantenía conmigo era más elocuente que cualquier palabra. Me estaba castigando con la daga de le indiferencia. La idea me tenía al borde de la ansiedad mientras atendía las mesas. Intentaba concentrarme en mi trabajo, pero mis ojos volvían a buscarlo una y otra vez. Bruno permanecía impasible, inmerso en una conversación que no podía escuchar desde donde estaba. Me detuve junto a la barra, observándolo de lejos, esperando, rogando que al menos me mirara. Nada. ¿Me estaba aplicando el método del hielo? Esa estrategia cruel y calculada de ignorar a alguien hasta hacer que se derrumbara por completo. Si era así, estaba funcionando. Sentía la necesidad de justificarme. De explicarle lo de la fotos. Una nueva preocupación se desbloqueó: y si, ya no quería nada conmigo. La idea me disgustaba. Seguí atendiendo mesas con un ritmo distraído, más consciente de cada uno de sus movimientos que de las órdenes que los clientes me daban. Escuché unas risas desde la zona en la que estaba, mientras estaba colocando un par de copas sobre la mesa de un cliente, mis ojos, una vez más, buscaron a Bruno. Y, una de las copas tambaleó en mi bandeja. Antes de que pudiera reaccionar, la bebida cayó directamente sobre el cliente, empapándolo por completo. —¡Pero qué demonios! —gritó el hombre, poniéndose de pie de inmediato. El sonido de su exclamación hizo que todo el mundo en la zona VIP volteara a mirar, incluido Bruno. Por fin, sus ojos se encontraron con los míos. Fue breve, demasiado. Pero me bastó para leer la furia en sus ojos. Su mandíbula estaba tensada, y por un segundo pensé que iba a levantarse y decir algo. Pero en lugar de eso, desvió la mirada como si yo fuera un espectáculo vergonzoso que no merecía su atención. —¡Mira lo que has hecho! —continuó el cliente, acercándose a mí con un tono cargado de enojo—. ¡Esto es un traje caro! —Lo siento mucho, de verdad… —dije rápidamente, intentando calmarlo mientras tomaba unas servilletas de la mesa e intentaba arreglarlo. El cliente me tomó del mentón con una brusquedad que no me esperaba, obligándome a mirarlo directamente a los ojos. —¿Eres idiota o qué? —espetó con desprecio—. Esto no se arregla con una disculpa. El contacto me paralizó. Sentí el calor de su ira a través de sus dedos, y mi garganta se secó. Estaba a punto de articular una respuesta cuando una voz profunda y controlada rompió la tensión. —Suéltala —eso fue una amenaza. . Bruno estaba de pie a unos pasos, su presencia tan intimidante como siempre. Su tono era bajo, pero cargado de autoridad. El cliente soltó mi rostro al instante y dio un paso atrás, como si hubiera sentido el peso de la mirada del mismo demonio. —Señor Delacroix —dijo el hombre, visiblemente nervioso, intentando recuperar su compostura. Bruno no le dio tiempo para más. —Ella ya se disculpó. Si no estás satisfecho, toma tus cosas y lárgate. Era evidente que no iba a ganar ese enfrentamiento. Murmurando algo inaudible, tomó su chaqueta de la silla y salió de la zona VIP sin mirar atrás. El silencio que quedó en el lugar era ensordecedor. Bruno permaneció inmóvil por un momento, observando la dirección por donde el cliente se había ido. Luego, sin siquiera mirarme, giró. En un impulso desesperado, me atreví a sujetar su mano. —Deja de ignorarme —dije, mi voz era casi una súplica, pero cargada de frustración. Un par de cabezas se giraron hacia nosotros, curiosas por el intercambio. Bruno se detuvo en seco, pero no me miró. Lentamente, retiró su mano de la mía y se volvió hacia mí, su expresión fría, y sus ojos clavados en los míos. —¿Qué estás haciendo, Cindy? —preguntó, su tono duro y lleno de reproche. —Yo… si es por lo de las fotos… —intenté responder, pero levantó una mano para que me calle. — Este no es lugar para escenas. Si no puedes controlarte, sal de la zona VIP y cálmate allá afuera. Ahora. Su voz no era alta, pero cada palabra era un cuchillo que se clavaba en mi pecho. No había lugar para discusión ni súplicas. Era una orden, y la frialdad con la que la pronunció dejó claro que no había margen para contradecirlo. Salí. Apresuradamente hacia el pasillo. Sentí ojos quemándome cuando empujé la puerta de paso con las dos manos. Una vez fuera de la vista de todos, comencé a dar vueltas de un lado al otro, con el corazón latiéndome desbocado. Sentía que el aire no me llegaba, como si el mundo se cerrara a mi alrededor. Y esa sensación no me gustaba, ¿por qué coño no podía simplemente ignorarlo tal como me hacía a mí? Mi respiración se volvió errática, y mi pecho subía y bajaba rápidamente mientras las lágrimas corrían por mi rostro. No podía creerlo. Había perdido el control, y todo por él. Por la manera en que me ignoraba, por la forma en que me había ordenado salir como si no fuera más que una niña caprichosa. No quería que nadie me viera así, especialmente Rocío. —Cindy, ¿estás bien? La voz suave y preocupada de Gabriel, el chico del almacén, me sacó de mi desesperación. Me volví hacia él, notando la sorpresa en su rostro al verme llorar. —¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así? —Nada… —intenté responder, pero mi voz se quebró, y más lágrimas comenzaron a caer. Gabriel se acercó con cautela, como si temiera asustarme. —Cindy, ven aquí. —No quiero… —protesté, dando un paso atrás. Pero él insistió. Sin preguntar simplemente abrió los brazos, ofreciéndome un refugio. Al principio, me negué. Pero algo en su mirada amable, en su gesto desinteresado, me hizo ceder. Me dejé caer en su abrazo, sintiendo cómo sus brazos me rodeaban con firmeza pero sin apretar demasiado. Lloré más. —Tranquila —susurró—. Todo estará bien. No dije nada. Simplemente cerré los ojos y dejé que me consolara, permitiéndome unos minutos de vulnerabilidad. Su calidez fue un bálsamo momentáneo para el caos dentro de mí, y por primera vez en horas, sentí que podía respirar. —¿Tiene que ver con Brenda? —dijo suavemente, soltándome con cuidado. Negué, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano. —Gracias, Gabriel. —Vamos, salgamos un momento —invitó—. El aire fresco te hará bien. Sin discutir, lo seguí hacia la salida. La noche estaba fresca, y el aire frío acarició mi piel como una bofetada suave, pero necesaria. Caminamos en silencio por unos minutos, dejando que el ambiente calmara mis nervios. Poco a poco, sentí cómo mi respiración se estabilizaba, y el nudo en mi pecho comenzaba a aflojarse. —¿Mejor? —preguntó Gabriel con una sonrisa. —Sí, gracias. Cuando sentí que ya estaba lista para regresar al casino, Gabriel me acompañó hasta la entrada. Pero apenas cruzamos el umbral, lo vi. Bruno acababa de empujar la puerta de la salida VIP.