Encrucijada

Bruno

Cindy salió cabreada.

La dejé ir. No pretendía que ella confundiera las cosas.

Yo era realista.

Jamás le he ofrecido otra cosa que no sea sexo, no le he prometido nunca nada. Era un cabrón, lo sabía, le exigía exclusividad por qué la sola idea de pensar que otro pudiera si quiera tocarla me embravecía al punto de perder el juicio. Era mía, ella también lo sabía.

Cuando quiero algo, lo tengo, y la quiero a ella.

Me gustaba, me gustaba mucho, pero mi mundo era complejo y yo un hombre que no podía permitirme esto, y lo estaba haciendo, no quería escenas y actitudes que terminarán por enredarlo todo.

Pretendía que su actitud no me importaba. Pero lo hacía.

Bajé las escaleras de la mansión con paso firme, ajustándome las mangas de mi camisa. El eco de mis zapatos resonaba en el mármol, marcando el ritmo de mi avance.

Cuando llegué al último tramo, ahí estaba Ivette, con los brazos cruzados y una expresión de curiosidad pintada en su rostro. Era una mirada que conocía bien, porque siempre aparecía cuando se metía en lo que no le importaba.

—¿Quién era? —preguntó por enésima vez como un disco rayado, sus ojos brillaban con malicia.

Sabía perfectamente a quién se refería. Pero, por supuesto, no iba a darle el gusto de saber nada.

—No es tu asunto —respondí, frío, mientras bajaba el último escalón y pasaba junto a ella.

Ivette giró sobre sus talones y me siguió, como si no hubiera escuchado mi respuesta.

—¿Es tu novia? —insistió, con un dejo de intromisión en la voz.

Me detuve a mitad del camino y la miré con severidad. Mis ojos se clavaron en los suyos, una advertencia silenciosa de que no estaba de humor para sus interrogatorios.

—Mi vida privada va aparte —dije, con un tono que pretendía cerrar el tema.

Ella ladeó la cabeza, ignorando por completo mi advertencia, como si mi autoridad en este tipo de asuntos no tuviera valor alguno para ella.

—¿Por qué se ha ido así? —preguntó, levantando una ceja.

Arqueé una ceja en respuesta, dejando claro que su insistencia me estaba colmando la paciencia.

—Ya te dije que no es tu asunto, Ivette.

Ella soltó un resoplido, claramente inconforme por mi irritación.

—Hace más de cinco años que no traes una mujer a tu casa. Mamá pensó que te habías movido al otro bando.

Mi mandíbula se tensó al escuchar eso. Me giré hacia ella, cruzándome de brazos, con una expresión que no dejaba lugar a dudas sobre mi disgusto.

—¿Qué? —dije, con un tono que bordeaba el filo de la amenaza.

Ivette rio suavemente, como si disfrutara de mi reacción.

—Te haz empeñado en tener tu vida privada tan reservada que es normal que lo piense —Sabía que en su comentario había cierto reclamo—. Pero... Es bonita. Preséntasela. Mamá se pondrá feliz si sabe que tienes chica.

—Pues sus deseos tendrán que esperar —repliqué, cortante—. Estoy harto de madre como para que también empieces tú. Quería un nieto, ya le cumplí el capricho. Tengo suficiente con sus constantes peticiones de cosas raras como para que también te sumes tú.

—Le diste una nieta, es cierto, le cumpliste el capricho, pero ella esperaba que te hicieras un hombre de familia, y no lo hiciste —insistió Ivette, dando un paso más cerca.

—Tú bien sabes que Amena no fue un deseo mío —solté, con un tono más duro del que pretendía—. Estuve con Victoria una vez, para mi mala suerte el condón se rompió y, para mi desgracia, quedó embarazada.

Ivette alzó las manos, como si quisiera apaciguarme.

—Pero si estabas con ella, es porque te gustaba, ¿no?

Me pasé una mano por el cabello, sintiendo cómo la irritación subía por mi espalda.

—Ya deja el tema, Ivette.

—Además, no le diste el gusto a mamá de casarte con ella.

—Y se quedará con las ganas —respondí, firme, antes de girar hacia la sala, dejando claro que la conversación había terminado para mí.

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