0.14

Bruno

La sentí siguiéndome. Y se mantuvo en silencio un rato como si analizara todo.

Entre a mí despacho.

Pero mientras trataba de concentrarme en cualquier cosa que no fuera esa conversación, Cindy apareció en mi mente, como un fantasma inoportuno. La imagen de sus ojos celestes, era imposible de ignorar.

Mis ojos se posaron en una botella de vino seco, que tenía sellada como un regalo de mi cuñado, para motivarme a autorizar el bautizo de mi sobrino. La seguridad de toda la familia estaba sobre mis hombros y eso lo sabían.

La botella me recordaba a la que probé en mi reciente viaje.

Cerré los ojos recordando:

El jet privado aterrizó en Múnich a media tarde. La fría brisa germana me recibió como un recordatorio de la urgencia de mi visita.

No suelo permitir que los problemas personales interfieran con mis planes, pero la filtración de esas fotos había complicado las cosas más de lo que imaginé. Amena y su madre, Victoria, debían ser movidas de inmediato. En mi mundo, la privacidad es un lujo que no se negocia, y ella se había expuesto idiotamente.

Victoria había aceptado el cambio con la resignación de quien sabe que discutir conmigo es una pérdida de tiempo. Ella siempre fue pragmática, aunque algo resentida. Lo entiendo; la vida con alguien como yo nunca fue fácil, pero ella sabía en lo que se metía.

Alemania era una escala temporal; el destino final sería algún lugar más discreto. Una villa en las afueras de Florencia. La seguridad ya estaba en marcha. Mi hija nunca debería haber estado expuesta.

Yo había decidido darle una vida totalmente anónima y eso tenía un precio: no verla crecer de cerca.

Pasé tres días ajustando detalles, revisando contratos y lidiando con personas que intentaban hacerme perder el tiempo. En la tercera noche, en el hotel, la situación cambió.

Mi testosterona gritaban sexo. Era casi medianoche cuando solicité aquella mujer. Pelinegra, hermosa, con una seguridad que muchas fingían pero pocas tenían. El vestido que llevaba apenas cubría lo esencial, y sus labios rojos dejaron claras sus intenciones sin necesidad de palabras. Solía ser el tipo de mujer que frecuentaba.

Ella sabía lo que hacía. No buscó permiso ni esperó una invitación; simplemente se arrodilló frente a mí, sus manos firmes pero delicadas abriendo mi cinturón con una destreza que sugería práctica.

Mis músculos se tensaron cuando sus labios envolvieron mi dureza, su lengua trazando círculos que encendieron mi cuerpo. Era buena, quizás demasiado, pero mientras sus movimientos aumentaban en intensidad, mi mente viajaba a otro lugar.

Quería cerrar los ojos y perderme en el placer, pero cada vez que lo intentaba, los malditos ojos azul hielo de Cindy aparecían en mi mente. Esa jodida sonrisa y dulzura con la que a veces hablaba y que me enloquecía. Esa cara que parecía tallada por los dioses. La obsesión era innegable, y lo peor de todo era que sabía que no podía tenerla. La mujer frente a mí era hábil, pero no era ella. Y mi polla era a ella que buscaba.

Me tensé, tratando de desconectar la mente, pero fue inútil. El nudo en mi garganta no era solo físico; era frustración pura.

Terminé rápido, cortando el momento antes de que ella pudiera decir algo que complicara más las cosas. No hubo sexo. A pesar de que tenía el preservativo a mano, no podía, no me incitaba tanto morbo y placer como el que despertaba la chiquilla, su nombre, su cara y su cuerpo me tenían enfermo, lo supe en ese momento cuando yo: Bruno Delacroix, no pudo follar a gusto como siempre hacía. No cuando mi mente estaba llena de Cindy. No cuando cada fibra de mi ser deseaba que fuera ella quien estuviera aquí, jadeando mi nombre.

Solo imaginar aquello me la estaba levantando. Solo era un toque de ella un beso de su suaves labios para que sintiera que necesitaba follarla. Duro, sin tapujos hasta que nos asfixiáramos.

No hubo más intentos de sexo. Nada me saciaba, solo la necesitaba en mi cama una única vez, por el momento, para organizar mis ideas.

El regreso fue un alivio y una tortura. Cuatro días sin verla. Estaba deseoso de ella… y, como un maldito adolescente con las hormonas revueltas me planté en su casa.

Lo único que sabía era que necesitaba verla.

Y follarla.

En su departamento no ocurrió y después de aquel festival tampoco. Mi frustración creció. Mi mano había sido lo único que me saciaba desde que volví, pero ya no era suficiente. Necesitaba su piel, su boca, su maldita actitud que me volvía loco. Ver la transparencia de sus ojos mirarme mientras se entregaba por completo.

Ya no podía controlarme más, ya no era un capricho sino una jodida necesidad.

—Bruno, no me ignores —dijo Ivette, entrando detrás de mí y cerrando la puerta con un movimiento brusco.

Abrí los ojos de golpe.

Solté un suspiro, sintiendo que la paciencia se me escapaba como arena entre los dedos.

—¿Qué quieres ahora?

—Quiero que le presentes a mamá a tu novia —volvió a insistir, cruzándose de brazos. Pero está vez con un tono más suave como si quisiera llegar a algún acuerdo.

—No es mi novia —repliqué, con un tono que cortaba el aire. Harto de ella. Mi hermana podía ser un grano en el culo cuando se lo proponía.

—Da igual. Mamá está enferma, Bruno. Antes de morir quiere verte casado.

Esa frase hizo que la mirara. Me giré lentamente hacia Ivette, buscando algún rastro de manipulación en su rostro, pero no lo encontré.

—¿Por qué siempre tiene que ser sobre lo que mamá quiere? —pregunté, intentando mantener mi tono neutral.

—Porque es nuestra madre, Bruno. Y tú eres su hijo mayor.

—Eso no me obliga a cumplir sus fantasías.

Ivette suspiró, y otra vez en la conversación, su tono se suavizó.

—No te pido que lo hagas por ella. Hazlo por ti. No puedes pasar la vida escondiéndote detrás de tu trabajo, de tus responsabilidades, uno que otro desliz. Algún día tendrás que abrirte, Bruno.

—Ese día no ha llegado —respondí, cortante, mientras sacaba un cigarro—. Si mamá piensa que por casarme con alguien, las cosas cambiarán, se está equivocando. Yo no soy ese tipo de hombre, Ivette. Nunca lo seré.

Ivette se quedó un momento en silencio, observándome con una expresión que era una mezcla de preocupación y frustración. Como siempre, sentía que mis decisiones no solo eran mías, sino que la afectaban a ella también.

—No tienes que ser como papá —dijo de repente, y sus palabras me atravesaron de lleno. Yo la miré, sorprendido. Nunca había hablado de él de esa manera.

Mi padre. Esa figura distante que había dejado más vacío que recuerdos. Para Ivette, siempre había sido la figura ideal a seguir. Ella lo recordaba con cariño, porque para ella él era el hombre de familia perfecto. Ella se dejaba envolver por sus mentiras, conmigo siempre fue más crudo, siempre le di la cara y eso lo hizo detestarme.

Hay que aprender a perdonar, decía madre y Ivette era muy pequeña para entender todo aun. Pero para mí, él había sido simplemente un hombre que eligió irse de esta vida sin dejar huella. Y cuando estaba, era un cuerpo en la mesa, pero nunca una presencia real, su trabajo fue su exclusividad, maldita herencia que heredé de él, de él no aprendí más que m****a y mentiras. Hacia sufrir a mamá lo recuerdo.

Dejé escapar el humo hacia el techo.

—Tú no eres él, Bruno —continuó Ivette, como si hubiera estado leyendo mis pensamientos—. Nadie te pide que lo seas, pero tampoco puedes seguir viviendo en esta burbuja de aislamiento. La gente espera de ti que seas algo más que un hombre de negocios, si buscas no crear una familia para no herirla déjame decirte que... A mamá le duele verte tan distante.

Mi respiración se volvió más profunda, y por un momento me detuve frente a uno de los ventanales. Miré hacia el jardín, donde los empleados ajustaban los arreglos florales y el jardinero sacaba algunas hojas de la piscina.

No podía creer que Ivette estuviera diciendo esas palabras. No entendía por que de repente sacaba el tema de madre, padre y todas esas tonterías.

—No tengo que ser lo que ella espera de mí —dije, volviendo la mirada hacia Ivette, con un tono más suave. Era lo único que sabía con certeza.

Ivette me miró fijamente, como si estuviera esperando que dijera algo más. Pero no podía ofrecerle promesas que no iba a cumplir. Lo sabía demasiado bien: mi vida privada, mis relaciones, nada de eso era asunto de nadie más. Y mucho menos de mi madre.

—Hazlo por ella. Por mamá. Te lo pido, Bruno. A veces, solo queremos ver que eres capaz de dar algo a cambio de todo lo que ella ha hecho por ti. Algo que no tenga que ver con dinero ni con tu trabajo.

Mis ojos se suavizaron, pero por dentro, la resistencia seguía presente. Mi vida había sido siempre una constante construcción de barreras, una fortaleza sólida que había creado para evitar que cualquiera pudiera entrar, para no ser vulnerable.

Yo no quería ser el hijo perfecto, ni el hombre ideal para nadie. No quería que nadie me pusiera en el pedestal que todos parecían reservarme.

De repente, la imagen de Cindy volvió a mi mente, como un susurro que no podía callar. Ella, ella y su maldita dulzura estaban agitando esos barrotes de hierro que yo había tardado años en construir, la fortaleza era perfecta. Hasta que ella comenzó hacer ruido.

No podía negar que quería estar cerca de ella, pero también sabía que ese deseo estaba envuelto en algo mucho más complicado.

Una mano en mi hombro me hizo levantar la mirada.

—Al menos invítala al bautizo. Siempre vas solo a los encuentros familiares.

Levanté una ceja.

—Por favor —añadió rápido como si quisiera evitar que respondiera.

No respondí. Aunque mi cara sentenciaba que la probabilidad de que eso ocurra era del: 0.01%

Ivette se inclinó dejando un beso en mi mejilla y salió.

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