Deseos Silenciados

Cindy

Me desperté con el sol atravesando las cortinas, iluminando la habitación con un resplandor que no era el mío. Abrí los ojos lentamente, sintiéndome desorientada. El techo alto, los muebles elegantes y el aroma de sábanas caras me recordaron dónde estaba.

Intenté incorporarme, pero una sensación extraña me recorrió el cuerpo, me sentía diferente. Mis músculos estaban tensos, casi como si me hubieran pegado una paliza, «era peor que un primer día en el gimnasio», mis labios resecos, y mi mente, bueno… Mi mente era un caos. Cerré los ojos, deseando calmar las imágenes que comenzaban a inundar mi cabeza.

La noche anterior…

«Dios».

—¿Qué carajos hice? —susurré, llevándome una mano a la frente.

Las escenas se repetían una y otra vez, como un maldito bucle: sus manos recorriendo mi cuerpo, su boca devorándome, mi voz—mi maldición de voz—diciendo cosas que jamás pensé que diría.

Todo en él era intenso, abrumador. Y yo, yo simplemente me dejé llevar, no pude reaccionar, mi calentura pudo más y ahora me sentía estúpida.

«"¿Qué me pasa?"», pensé mientras me sentaba a la orilla. "¿Cómo pude hacer eso con un hombre que apenas conozco? Y encima decir todas esas barbaridades..."

El calor subió a mis mejillas al recordar las palabras que salieron de mi boca anoche. Había dejado salir una parte de mí que ni siquiera sabía que existía. Peor aún, esa parte lo había disfrutado.

Se supone que, perder la Flor debe ser algo especial, ¿No?

«Lo fue», fue mejor que especial… fue la gloria.

Apreté los ojos ahogando ese último pensamiento.

Raúl y yo no habíamos llegado a esa fase de nuestra breve relación, porqué con él tenía dudas y… Quizás se debía también a mis intentos anteriores:

Había hecho el intento de intimar con dos chicos antes, la primera vez nos pilló su madre y nos sacó de la habitación cuando apenas nos habíamos desnudado. Y la segunda, a ese chico no se le paraba, lo que me llenó de inseguridades. Estuve acostada en su cama con las piernas abiertas mirándole un largo rato, él de rodillas frente a mí mientras se masturbaba con desesperación intentando que se le parara, y… mirándome con cara de disculpa. Me dijo que… yo le gustaba mucho, que eran los nervios que no lo dejaban levantar el asunto. Sin embargo… me sentí el problema y dejé de intentarlo por vergüenza.

Pero en aquellos momentos ninguno de los dos me había hecho sentir ni una fracción de lo que Delacroix me hizo sentir incluso antes de tocarme. Era como si él supiera exactamente qué hacer, cómo tocarme, cómo decir mi nombre para que todo mi cuerpo se rindiera.

Y eso me asustaba. Porque no solo lo había disfrutado, sino que lo deseaba de nuevo.

¿En que momento me había convertido en este tipo de mujer?, que le dicen que se la quieren follar y en vez de resistirse le abre las piernas y grita guarradas.

Ni siquiera sabía su nombre, solo su apellido y… es que estaba condenadamente bueno.

Me mordí el labio.

"Soy una zorra", me dije, odiándome por lo que estaba pensando. Me había dejado llevar por un hombre que no conocía, un hombre peligroso, imponente. Él me había llevado a su cama, me había devorado como si fuera suya, y yo...

Yo lo había dejado.

Rocío llegó a mi mente. Su cara y su reproche.

Me pasé una mano por el cabello despeinado, tratando de despejar mi mente. No podía quedarme aquí más tiempo. Tenía que salir de esta maldita casa y alejarme de él. No podía confiar en él, no podía confiar en mí misma. Solo pensarlo me hacía mojar las bragas y…

Yo no quería enredarme con tipos peligrosos que me metiera en problemas y en cosas turbias. Rocío me matara, me advirtió que me alejara de tipos como esos.

Busqué mi ropa por la habitación. Estaba tirada por el suelo, arrugada y desordenada, un testimonio silencioso de lo que había sucedido. Me agaché para recoger mi blusa, sintiéndome como una ladrona en un lugar donde no debería estar.

Mientras me ponía la blusa, la puerta se abrió de golpe.

—Papi... —dijo una vocecita dulce.

El pánico me recorrió como una descarga eléctrica. Me giré rápidamente, cubriéndome el pecho con la blusa mientras me escondía detrás del borde de la cama.

Una niña pequeña estaba de pie en la puerta, con el rostro apoyado en el marco. Tendría unos cinco años, tal vez menos. Su cabello oscuro caía en ondas suaves alrededor de su carita curiosa, y sus ojos, grandes y brillantes, me miraban con una mezcla de inocencia y desconcierto.

—Oh, m****a —murmuré para mis adentros, tratando de no entrar en pánico.

La niña no dijo nada más. Solo me observaba, como si intentara descifrar quién era yo y por qué estaba allí.

Mi corazón latía con fuerza. ¿Qué demonios?

—¡Amena! —llamó una voz femenina desde el pasillo.

La niña se giró hacia la voz, y luego volvió a mirarme. Sin decir nada, cerró la puerta con cuidado, dejándome sola nuevamente.

Me quedé congelada por un momento, incapaz de moverme. "¿Tiene una hija?", pensé, horrorizada. "¿Me trajo aquí, a su casa, donde vive con su hija? ¿Y quién sabe qué más? ¿Una esposa, tal vez?"

Era oficial, era una puta zorra.

El enojo y la vergüenza se arremolinaron en mi interior. Había estado gritando obscenidades, que ahora mismo me avergüenzan, y lo peor de todo es que la culpa no es suficiente, porque solo de pensar lo ocurrido quiero más.

Él no solo era un hombre peligroso, sino también un maldito insolente. Había jugado conmigo, me había usado, y yo me había dejado.

Si yo había fantaseado con él, pero… Desear sexo era aceptable, traerme a la casa de su esposa e hija, era demasiado. Era una falta de respeto y a mí no me enseñaron esas cosas.

Con manos temblorosas, terminé de ponerme la blusa y me apresuré a recoger el resto de lo mío. Tenía que salir de aquí ya.

Abrí la puerta con cuidado y me asomé al pasillo. Estaba vacío. Avancé con pasos rápidos y silenciosos, bajando las escaleras como si estuviera escapando de una prisión.

Cuando llegué al vestíbulo, una mujer apareció frente a mí. Era mayor, con el cabello recogido en un moño impecable y una expresión serena pero firme.

—El señor Delacroix me ha pedido que le sirva el desayuno, señorita.

Me detuve en seco, sintiendo que el color subía a mis mejillas.

—No, gracias. No quiero nada —respondí rápidamente, tratando de sonar calmada.

—Pero el señor insistió en que...

—¡Que no quiero nada! —dije, cortándola antes de que pudiera terminar. Pasé junto a ella sin mirarla, con el corazón latiéndome en los oídos.

El aire fresco me golpeó en el rostro cuando finalmente crucé la puerta principal. No me detuve. Caminé rápido, casi corriendo, hasta que estuve lo suficientemente lejos de la puerta principal, aunque aun me faltaba un buen trozo para salir de la propiedad.

Cuando finalmente me detuve, el aire me quemaba los pulmones y las lágrimas ardían en mis ojos. Pero no era tristeza lo que sentía. Era rabia. Contra él, contra mí misma, contra todo lo que había pasado.

Había sido mejor de lo que esperaba en la pérdida de mi flor, había superado todas mis expectativas, porque el deseo superaba mis nervios y el placer supero el dolor y la tensión, y ahora tenía que odiarlo, no era justo.

Podría estar casado y tenía una hija. Qué esperaba de un hombre cómo él. ¿Qué fuera virgen también?

Resoplé.

Tenía que olvidarlo.

Pero incluso mientras me decía eso, sabía que sería imposible. Porque esa noche había cambiado algo en mí. Algo que a pesar de lo incorrecto de todo esto, me hacia desear más. Algo que no sabía si podría controlar.

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Bruno

Acababa de tener una llamada importante con Thor, el quería que nos reuniéramos y ahora mismo no era el mejor momento, la FIAC, hizo una emboscada en uno de los establecimientos de las afueras y eso me tenía alerta. Reunirnos podría ser una imprudencia.

Salí de mi oficina con un par de documentos bajo el brazo. Había pasado toda la madrugada revisando los contratos más recientes. Detalles, números, promesas de inversiones que necesitaban mi firma. La rutina de siempre, pero hoy algo estaba fuera de lugar.

Ella.

Cindy.

Desde el momento en que abrí los ojos en la mañana, sabía que algo había cambiado. Mi cama no estaba vacía, el eco de su rostro y sus gemidos todavía atrapados en las paredes de mi mente. No podía evitarlo, esa chiquilla se había metido bajo mi piel.

Respiré hondo, mientras me dirigía al vestíbulo. Los documentos eran importantes, pero mi cabeza estaba en otra parte, en ella, en la forma en que me había mirado anoche, desafiándome y entregándose al mismo tiempo.

Cuando llegué al vestíbulo, la empleada, Melva, una mujer mayor con más años en esta casa que yo en este negocio, levantó la vista. Su expresión era neutral, como siempre, pero sus palabras hicieron que mis pasos se detuvieran.

—Señor Delacroix, la señorita ya está despierta.

Mis ojos se enfocaron en ella.

—Prepárale lo que ella ordene para desayunar —insté, mi tono bajo pero cargado de autoridad.

Ella dudó, lo suficiente como para que mi paciencia flaqueara.

—Dijo que no quería desayuno... y... —hizo una pausa—. Se fue, señor. Salió rápido.

Un escalofrío de molestia me recorrió.

—¿Qué? —mi voz salió más dura de lo que pretendía, y la mujer dio un paso atrás, nerviosa.

—Solo dijo que tenía que irse. Salió hace unos minutos.

No debería importarme, lo mas lógico y lo que siempre hacía era echarlas del lugar donde habíamos tenido sexo. Sin embargo fruncí el ceño, el enojo y la frustración mezclándose en mi interior. Mi mano, que sostenía los documentos, se tensó antes de extenderlos hacia ella en un gesto seco.

—Sostén esto —le ordené, sin esperar respuesta.

Ella tomó los papeles rápidamente, levantando los que se cayeron, y yo giré sobre mis talones, caminando con pasos largos hacia la puerta principal. Mi mente era un caos mientras atravesaba el vestíbulo.

¿Por qué diablos había salido así?

Al llegar a la puerta, la abrí de golpe, el aire fresco de la mañana golpeándome en el rostro. Mis ojos recorrieron el camino de piedra que llevaba a la calle al final del sendero, buscando alguna señal de ella.

Nada.

—¡Marco! —grité, mi voz resonando en el aire.

Él apareció casi de inmediato, su postura firme como siempre.

—Cindy, ¿Dónde está? —pregunté, sin perder tiempo.

—No la he visto señor —informó.

Levanté una ceja.

—¿Se supone que estás haciendo tú trabajo? —espeté—. Trae el coche.

El auto rugía bajo mis manos mientras me dirigía hacia la salida de la propiedad. Estaba a unos cuantos kilómetros de la entrada de la mansión.

Las órdenes eran claras: nadie entraba o salía sin que yo lo supiera. Sin embargo, saber qué se marchaba sin enfrentarme directamente me hacia sentir idiota, yo era el primero en echarlas del hotel, era el primero en largarme sin si quiera mirarlas pero, que me lo devolviera alguien a quien quería volver a ver, me molestaba.

No podía permitir que ella creyera que podía simplemente desaparecer. No quería.

Cuando me acerqué a la puerta principal, la vi. Allí estaba, su figura menuda pero desafiante, discutiendo con uno de mis hombres. Sus gestos eran firmes, sus palabras rápidas, pero claramente no estaba logrando lo que quería. Los guardias de puerta habían cumplido con su trabajo, y ella estaba atrapada justo donde yo quería.

Frené el coche con brusquedad y bajé. El sonido de la puerta cerrándose resonó en el aire fresco de la mañana. Cindy giró hacia mí, sus ojos azules se encontraron con los míos, y por un breve instante, vi una chispa de algo que no era solo enojo.

—¿Qué crees que estás haciendo? —pregunté, mi voz baja pero cargada de autoridad.

Ella enderezó la espalda, esa actitud desafiante tan característica en ella poniéndose de manifiesto.

—Intento irme. No tengo nada que hacer aquí.

Mis labios se curvaron en una sonrisa irónica mientras cruzaba los brazos sobre mi pecho.

—Nadie entra ni sale de mi propiedad sin mi permiso.

—Entonces da la orden de que me dejen ir —espetó, con un tono que intentaba ser firme, aunque noté el leve temblor en su voz.

Di un paso hacia ella, acortando la distancia entre nosotros.

—Escucha bien, Cindy. No soy uno de esos chicos inmaduros con los que estás acostumbrada a lidiar. Soy un hombre, y no pienso jugar a las escondidas contigo.

Su rostro se encendió, y aunque intentaba mantener una expresión seria, vi el leve temblor en sus labios. No respondió de inmediato, pero sus ojos no se apartaron de los míos.

—¿Por qué saliste de esa manera? —pregunté, mi tono más bajo, aunque aún cargado de firmeza.

Ella levantó la barbilla, como si intentara crear una barrera entre nosotros.

—Ya conseguiste lo que querías, ninguno nos debemos nada.

Su respuesta me hizo arquear una ceja. Había algo en su tono que no encajaba del todo, algo que no era solo incomodidad. No entendía su molestia, porqué ayer estaba muy conforme con lo ocurrido.

—Habla claro, Cindy.

Ella pasó saliva, apartando la mirada por un momento antes de volver a enfrentarse a mí.

—¿Qué esperas de mí? ¿Que sea tu amante? —soltó finalmente, su tono cortante, y sus mejillas enrojecían levemente.

Sus palabras me sorprendieron. Fruncí el ceño, sin entender de inmediato de dónde venía su acusación.

—¿De qué estás hablando?

—Tienes mujer —continuó, sus palabras rápidas, como si intentara evitar que la interrumpiera—. Vi a tu hija. ¿Qué tipo de hombre trae a otra mujer a su cama cuando tiene su familia en casa?

De repente, todo tuvo sentido. Mi expresión se relajó. Aunque su actitud era defensiva, había algo en su tono, algo en cómo evitaba mi mirada, que revelaba más de lo que quería admitir.

—¿Eso es lo que crees? —pregunté, dando un paso más cerca de ella.

—¿Acaso me equivoco? —espetó, pero su voz era menos firme ahora.

—Cindy, si realmente pensaste que yo estaba casado, ¿por qué te molestaría? —Mi tono era suave, disfrutando del leve sonrojo que cubría su rostro.

Ella abrió la boca para responder, hasta que encontró las palabras.

—Mínimo que no me trajeras a la cama de tu esposa.

Detallé su rostro y el enojo de sus pupilas.

—Entremos a desayunar. Y te explico.

—No necesito escuchar nada —dijo, pero su tono carecía de convicción.

—Sí me preguntaras no te diría, lo que te voy a contar es porque me da la gana, así que camina —respondí, con un tono que no dejaba espacio a discusiones.

Yo no era hombre de dar explicaciones a mujeres, pero por alguna razón que no quise entender, quería que supiera que no estaba con la madre de Amena.

Ella titubeó, mirándome con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Finalmente, suspiró y se movió como si fuera a seguirme, aunque su expresión seguía siendo desafiante.

Luego, soltó un suspiro pesado y se encaminó a la mansión sin esperarme como si intentara huir de mi presencia. No subió al coche su molestia era palpable así que se alejó caminando.

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