Enfrentamiento

Cindy

Ya estaba en casa. La mirada de Rocío era como un láser.

Rocío nunca dormía cuando estaba preocupada. Y claramente, no había dormido en toda la noche.

Ya lo sabía todo.

—¿Así que eso hiciste anoche?

Su voz era baja, contenida, pero tenía un filo que me hizo estremecer. No le respondí de inmediato. Había llegado hacía apenas media hora, directa desde el auto lujoso de aquel hombre. Lejos de sorprenderse se enojó al verme bajar de ese coche.

Me interrogó, y mucho.

Lo primero que hice fue contarle todo, porque a Rocío nunca le escondía nada. Pero verla ahí, con el ceño fruncido y el cigarro temblando ligeramente en su mano, me hizo desear no haber dicho nada.

—Sí —murmuré finalmente.

No había forma de escapar. Ya lo sabía todo. Lo del casino, el disparo, cómo había salido, cómo terminé en el auto de un tipo que no conocía. Y cómo luego había terminado en la cama de otro. Le conté todo. Porque Rocío siempre sabía cuando mentía. Y odiaba mentirle.

—Mientras tú estabas perdiendo la virginidad en la cama de un tipo, gritando obscenidades. Yo estuve aquí, en vela, pensando que estabas muerta.

Levanté la mirada por primera vez. Ella no me miraba directamente, sino a un punto más allá de mí, como si la sola idea de verme a los ojos fuera demasiado. Su rostro estaba tenso, su delineador negro ligeramente corrido por el sudor o el cansancio. No lo sabía. Su cabello oscuro estaba alborotado, como si hubiera pasado la noche revolviéndoselo.

—Rocío, lo siento.

Se acercó al cenicero y encendió otro cigarro, como si necesitara algo que la ayudara a no explotar. Rocío asintió pero se notaba molestia en ella.

—Dices que el tipo tiene buen dinero —preguntó mirándome.

Asentí.

—La clase de hombre que frecuentan el casino, no suelen ser cualquier muerto de hambre, Cindy, no, son personas peligrosas.

Yo sabía que ella tenía razón, en el fondo. Pero también sabía que no podía deshacerme simplemente de lo que ocurrió anoche.

Después de haber terminado dentro de mi vagina tres veces, de haberle pedido que me hiciera lo que quisiera, de haberle abierto las piernas la segunda vez que lo hicimos, de haberle dicho que quería que enterrará su polla dentro de mi. De haber chupado sus dedos cuando lo metió a mí boca lentamente y luego los deslizó dentro de mi sexo. De haberlo oído gruñir en mi oído, lo mucho que había deseado follarme.

—Cindy.

Abrí los ojos. Que no supe en qué momento cerré.

Rocío tenía el ceño fruncido, como si hubiera descubierto en lo que estaba pensando.

—Dime —hablé.

—Dijiste que tenía una hija, ¿verdad?

Asentí.

—Y que la niña vive con la madre.

—Eso fue lo que me dijo. La niña estaba de visita y con la madre solo tuvo sexo una vez.

Rocío se giró hacia mí, su expresión más seria que nunca.

—¿Y tú le creíste?

—¿Por qué no habría de creerle?

Ella soltó una risa seca, sin rastro de humor.

—Porque ese es el tipo de cosas que dicen los hombres casados para justificar que están buscando una amante.

Sentí un pequeño pinchazo en el pecho, pero lo ignoré. Me quedé callada un breve rato. Yo si le creía.

Rocío me analizó.

—Hablaré con Frédéric —aseguró ella con cierta preocupación—. El conoce a la mayoría de los clientes que frecuentan el casino, quizás sabe algo y verás como ese tipo te está mintiendo en la cara.

—No me importa si está casado o no. No es como si yo estuviera buscando algo serio.

—¿Cómo se llama? —preguntó ignorando mi comentario.

—No lo sé. Se apellida Delacroix.

Fue como si la hubiera golpeado. Rocío aspiró bruscamente, y empezó a toser. La tos era tan fuerte que pensé que se iba a ahogar. Se llevó una mano a la boca, intentando calmarse, pero sus ojos estaban abiertos de par en par.

—¿Delacroix?

Asentí, confundida.

—¿Qué pasa? —me asusté.

Pero ella no respondió. Se levantó de golpe, casi tirando la silla en la que estaba sentada, y se dirigió directamente a mi habitación. Me levanté del sofá, alarmada, y la seguí.

—¿Qué haces?

No me respondió. Abrió el guarda ropa y comenzó a sacarla toda, metiéndola con prisa en una mochila vieja que usaba para el gimnasio.

—Rocío, ¿qué estás haciendo?

—Nos vamos —dijo, sin mirarme. Su voz era fría, definitiva. Como si ya hubiera tomado la decisión y nada de lo que yo dijera pudiera cambiarlo.

—¿Qué? ¿Por qué?

Me acerqué y traté de quitarle la mochila, pero ella apartó mi mano de un manotazo, mirándome con una dureza que rara vez había visto en ella.

—No tienes idea de la cama de quién fuiste a meterte, Cindy —dijo, con un tono tan firme que me dejó helada—. Te lo dije: no te metas con esa gente. Pero tú siempre haces lo que te da la gana.

Su tono era alto, pero ella tenía derecho, era a la única que se lo permitía.

—¿Quién es él? —balbuceé.

Rocío dejó caer la mochila al suelo y me agarró por los hombros. Sus ojos, rodeados por el delineador corrido, me miraron con una intensidad que casi dolía.

—Delacroix no es cualquier tipo, Cindy. Es el puto dueño del Casino Imperio. Y de media ciudad.

Sentí como si alguien me hubiera dado un latigazo. Todo el aire pareció desaparecer de la habitación. Delacroix. Las sílabas del nombre se repetían en mi mente, como un eco que no podía detenerse. Mi cuerpo se quedó inmóvil, incapaz de procesar lo que Rocío acababa de decir.

—¿Qué? —susurré, aunque la palabra apenas salió de mis labios—. No, él… Brenda es la dueña… ella me lo dijo.

Rocío frunció el ceño.

—¿Dueña? ¿Esa estúpida? —resopló—. Esa mujer solo es una igualada que se monta en caballos que no son suyos. Es tu jefa si, pero ella no es nadie, se le ha subido el puesto a la cabeza y se cree dueña.

Me quedo impactada.

Ella me miró con una mezcla de furia y algo más... algo que no veía a menudo en sus ojos: miedo.

—Olvídate de esa estúpida Brenda. Te metiste en la cama con Delacroix. El hombre que controla este maldito lugar, que puede decidir con un chasquido de dedos quién vive y quién desaparece. Ese.

El impacto fue como un golpe frío que recorrió todo mi cuerpo. Mi garganta se secó. Mi piel, que hacía un momento aún recordaba el calor de sus manos, ahora se sentía helada. Mi corazón latía con fuerza, pero no sabía si era por el miedo o por algo más oscuro, algo que no quería admitir.

Intenté tragar, pero mi lengua se sentía pesada. Las imágenes de la noche anterior pasaron por mi mente como flashes: su manera dominante, como quien toma lo que quiere, sus ojos penetrantes, su voz grave, sus manos fuertes sujetándome como si le perteneciera. Dicen que al primer hombre no se olvida. Yo siento que no solo marcó mi cuerpo, sino también mi mente, y quizás mi alma, no paró de pensarlo desde el momento uno en qué lo vi.

Y es, literalmente mi jefe.

El dueño del Casino Imperio.

El hombre que todas temían, respetaban. Y yo... yo había estado en su cama. Había dejado que me tomara.

—Cindy, ¿me estás escuchando? —dijo Rocío, sacándome de mi trance.

Asentí lentamente, pero mi mente seguía atrapada en el remolino de pensamientos. Sentía las piernas temblar, la garganta arder. Quería decir algo, cualquier cosa, pero las palabras no llegaban.

Delacroix.

¿Era consciente de lo que había hecho? Sí. ¿Tenía miedo? Sí. Pero lo más aterrador no era el miedo. Era el hecho de que, a pesar de saber quién era, de entender las implicaciones, no podía deshacerme de la sensación de querer verlo otra vez.

—Cindy, este no es un hombre cualquiera. No puedes simplemente... —Rocío se detuvo, como si las palabras se le atascaran en la garganta—. Es peligroso. Lo mejor será que nos vayamos de aquí.

Dudé un momento, pero al final alcé la mirada hacia ella.

—Yo… —mi voz tembló—. No quiero irme.

Mi voz sonaba quebrada, como si yo misma no creyera en lo que decía. Pero era la única respuesta que tenía. Porque, a pesar de todo, no podía desear que la noche anterior no hubiera ocurrido. Y, quería volver a verlo.

—¿Estás loca? Cindy, te estoy diciendo que… —Roció volvió a levantar la mochila y continuó lo que hacía. La detuve.

—Por favor. No quiero irme.

—Por favor —insistí.

Rocío sabía que no me quedaría si ella decidía irse.

Los ojos de Rocío ya no eran simplemente preocupación; se tornaron en algo más profundo, como si estuviera intentando desentrañar un misterio.

La conocí cuando tenía once años y desde entonces ha sido mi roca. La manera en que se encargó de mi, como una hermana mayor, es algo que jamás podré terminar de agradecer. Ella tenía quince, fue prácticamente una madre, cuando la mía falleció. Ella era mi única familia, lo único que me quedaba.

Finalmente, Rocío suspiró, llevándose una mano al rostro como si no pudiera creer que estaba teniendo esta conversación conmigo.

—Júrame que si sientes algo raro, vas a decírmelo y nos largamos.

Asentí. Ella soltó un resoplido fuerte y finalmente atrajo mi cabeza sujetándome de la nuca y dejó un beso en mi frente:

—Si te pasa algo me muero, eres todo lo que tengo.

La abracé.

—Gracias —susurré.

━━━━━━━━ ❆ ━━━━━━━━

Calvin Monteverde

La luz tenue del despacho daba al bourbon un tono carmesí en el cristal de mi copa. Estaba probando su licor. Me encontraba reclinado en mi sillón de cuero, con la vista fija en la ciudad que se extendía más allá de los ventanales.

La tarde caía sobre Monteverde, como se llamaba mi edificio, mi imperio, pero también sobre los dominios de Delacroix. Ese maldito nombre. Desde que sus casinos empezaron a sumar dólares los míos iban en descenso. No era nada que se notara, aún. Pero sabía que era cuestión de tiempo para empezar a ver pérdidas.

Por eso quiero probar, metiéndome en su zona.

Tomé un sorbo del bourbon mientras mis pensamientos regresaban a la noche de ayer, en su casino.

La tensión en aquella sala VIP había sido tan espesa como el humo de los cigarros llenaban el aire.

Delacroix y yo, sentados frente a frente, hablando de negocios con palabras cuidadosamente escogidas, pero cada una cargada de veneno. Él jugaba al anfitrión cortés, pero yo sabía que le hervía la sangre al verme en su territorio. No estaba acostumbrado a que le marcaran terreno.

Luego ocurrió el disparo.

El caos se desató como una explosión. Gritos, movimientos bruscos, mis hombres rodeándome de inmediato. Pero incluso en medio de aquel alboroto, no pude evitar notar cómo Delacroix reaccionó. No gritó ni se alteró; sus ojos se clavaron en algún punto específico de la sala y su voz, seca y urgente, pronunció unas palabras que ahora no puedo sacar de mi cabeza: “La chiquilla.”

¿Quién era esa "chiquilla"? ¿Por qué su seguridad parecía importar más que cualquier otra cosa en ese momento? Un hombre no protege a alguien así sin motivo.

Ese detalle, insignificante para otros, me obsesionaba. Quería entenderlo. Conocer su debilidad. Porque todos los hombres poderosos tienen una. Y yo iba a encontrarla.

Dejé la copa sobre el escritorio con un golpe seco y apreté el botón del intercomunicador.

—Traigan a Héctor. Ahora.

El jefe de seguridad era eficiente como pocos, y en cuestión de minutos estaba frente a mí. Su imponente figura llenó el despacho, pero yo no lo miré de inmediato. Me tomé mi tiempo, dejando que la incomodidad hiciera su trabajo.

—¿Está listo el envío?

—Sí, señor Monteverde.

—Perfecto. —Me levanté del sillón, ajustando las mangas de mi camisa antes de caminar hacia él. Mi voz era tranquila, pero cada palabra estaba cargada de intención—. Quiero que lo lleves personalmente al Casino Imperio.

Héctor frunció el ceño, confundido.

—¿El barril, señor?

—Exacto. Y asegúrate de que cada botella esté rota antes de que llegue. Quiero que Delacroix entienda lo que eso significa.

Héctor asintió, pero no sin mostrar cierta incomodidad. No era un hombre al que le temblaran las manos, pero sabía que esta orden significaba algo más que una simple provocación.

—¿Algo más, señor?

—Sí. Asegúrate de ir tu mismo, trabajas para él en el puerto, y lo conoces un poco más, puede que eso lo haga sentir más confiado.

Héctor salió sin hacer preguntas. Sabía mejor que nadie que cuando daba una orden, no había espacio para la duda.

Me quedé solo en el despacho, pero no por mucho tiempo. En unos minutos, mi hermano menor, Rafael, entró sin llamar, como solía hacer. Su rostro mostraba una mezcla de curiosidad y fastidio.

—¿Qué tramas ahora, Calvin? —preguntó, dejándose caer en una de las sillas frente a mi escritorio.

Lo miré. Se tomó el atrevimiento de levantar el marco con la fotografía de mi esposa y mi hijo, que tenía puesta en mi escritorio.

—Nada que te incumba, Rafa —conteste, y él levantó la vista devolviendo el retrato a su sitio—. Delacroix necesita entender que esa zona no es solo suya.

Él arqueó una ceja.

—¿De verdad crees que va a dejar que te metas en sus territorios solo porque le mandes un barril de bourbon roto?

Lo miré con una sonrisa ladeada.

—No. Pero esto no es solo por él. Es por todos los demás que están mirando, esperando ver quién de nosotros es el más débil. Quiero que la ANU, giré a mirarme con interés.

Rafael se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

—¿Y qué pasa si responde? ¿Si decide devolver el golpe?

—Delacroix no es tan intocable como crees —Mi tono no dejó espacio para dudas, pero no le había encontrado una maldita debilidad—. Nadie se mete con los Monteverde y sale ileso.

Añadí para reforzar mis palabras.

Rafael soltó una carcajada corta antes de levantarse.

—A veces pienso que estas loco hermanito.

No respondí. Porque tenía razón. Esto no era solo un negocio. Era una guerra. Y yo estaba dispuesto a ganarla, sin importar el precio.

—Rafa —lo detuve—. Interviene el teléfono de Delacroix.

Le pedí, Rafa me debía favores. Mi hermano trabajaba como Analista de Crimen Cibernético, y tenía acceso a mucha fuentes privadas a nivel ilegal.

El frunció el ceño pero asintió, saliendo por la puerta.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP