Mundo ficciónIniciar sesiónCindy
Cuando la puerta se cerró, la tensión en el ambiente se disipó apenas. Bruno se apoyó en el respaldo del sillón y exhaló con calma. —¿Qué fue eso? —preguntó él arqueando una ceja —¿El qué? —respondí casi al instante. Justo cuando Bruno iba a decir algo, un movimiento interrumpió la escena. —Disculpen —la voz de Melva, la señora encargada de la casa, sonó con la calma respetuosa que la caracterizaba—. Señorita Cindy, señor Bruno, lamento interrumpir. La mujer, de rostro amable y modales impecables, dio un paso adelante con las manos entrelazadas al frente. —¿Quieren que prepare pescado o carne para el almuerzo? Bruno desvió la vista de mí. No respondió de inmediato, dejando que la pregunta flotara en el aire. Lo miré, esperando que dijera algo, pero él simplemente tomó su vaso de whisky con indiferencia, como si la decisión no le correspondiera. —Pescado —dije finalmente, manteniendo la voz tranquila. Melva asintió con una pequeña sonrisa. —Perfecto, señorita. Aproveché el momento y le dirigí una mirada. —Melva, ¿podría acompañarte a la cocina? —quise escaquearme. Sabía que Bruno odiaba las escenas y no pretendía hacer una, pero no pude evitar aquel pequeño momento. Aunque, él no parecía molesto. La mujer asintió de inmediato, sin cuestionar mi pedido. Bruno, mientras tanto, se puso de pie con su habitual elegancia pausada. —Voy arriba —murmuró, sin más explicaciones. Melva y yo lo vimos subir, antes de dirigirnos juntas a la cocina. El espacio era amplio y perfectamente organizado. Todo estaba en su lugar, con una armonía que solo alguien como Melva podía mantener. Me gustaba estar allí. Se sentía cálido, acogedor. La mujer se acomodó el delantal mientras preparaba los ingredientes, pero antes de que empezara, decidí preguntar: —Melva, ¿cuál es la comida favorita de Bruno? Ella se detuvo por un momento, sorprendida por la pregunta. Luego sonrió, con esa ternura de alguien que aprecia lo que hace. —No es un hombre de muchos caprichos con la comida —dijo—, pero siempre ha mostrado preferencia por el pescado a la parrilla con ajo, perejil y limón. Cuando era más joven, su madre lo preparaba así. Asentí, guardando esa información como si fuera un pequeño tesoro. —Entonces hagámoslo de esa forma. Quiero prepararlo con usted. Melva me observó con atención, y por primera vez, su expresión se suavizó con algo parecido a la aprobación. —Será un gusto, señorita Cindy. Y así, juntas, nos pusimos a cocinar. Ella me enseñó cada detalle, desde la forma en que Bruno prefería el punto del pescado hasta cómo le gustaba que el ajo estuviera dorado, no quemado. Era un gesto pequeño, pero importante. Puse atención a todo. Mientras Melva y yo trabajábamos en la cocina, el ambiente se tornó cómodo, casi íntimo. Ella me guiaba con paciencia, mostrándome la manera exacta en la que debía cortar los ingredientes y ajustar el fuego. Yo la escuchaba con atención, disfrutando del proceso más de lo que esperaba. Yo quería consentirlo también. Melva hizo una pasta, echando aceite de oliva, ajo y perejil, luego embarnizó el filete y lo puso a la plancha sobre una sartén. El aroma era exquisito. —Le va a gustar —dijo Melva con una pequeña sonrisa, dándole la vuelta a un filete con destreza. —Eso espero —murmuré, más para mí misma. Durante un momento, solo se escuchó el chisporroteo de la sartén y el movimiento de los utensilios. Pero había algo que rondaba en mi cabeza desde que entramos allí, algo que no había dicho aún. —Melva… —empecé con naturalidad, como quien pregunta algo sin importancia—, ¿Bruno siempre ha tenido a la misma doctora? Ella no dejó de cocinar, pero noté el pequeño cambio en su postura. —No necesariamente. Depende de la situación. Él confía en pocas personas, y en temas de salud prefiere a profesionales discretos. Asentí lentamente, dándole vueltas a sus palabras. —¿Y esta doctora en particular? Melva se tomó un segundo antes de responder. —No es la primera vez que lo atiende, pero tampoco la única que ha trabajado con él. No insistí más, pero ya tenía mi respuesta. Bruno no dependía de una sola persona para esto, lo que significaba que si yo no quería volver a ver a esa mujer cerca de él, había opciones. Sonreí suavemente y miré el plato casi listo frente a nosotras. —Entonces, tal vez sea buena idea buscar otra opción. Melva volteó hacia mí con una ceja levemente arqueada, como si analizara lo que acababa de decir. Pero en lugar de cuestionarme, solo sonrió con un gesto cómplice. —Me gusta su presencia en la casa, señorita. La miré. —¿Eso por qué? —desvié la vista. Ella se quedó un momento en silencio como si pensara en qué palabras usar y luego soltó: —El señor tiene mejor humor. No dijo más, pero entendí el mensaje. —Vamos a emplatar —dijo con tranquilidad. —Bruno y yo vamos a comer arriba —le dije para que me ayudara a preparar una bandeja. Todo listo. Subí las escaleras con la bandeja en las manos, cuidando cada paso para no derramar nada. Melva se había asegurado de que todo estuviera perfecto: el pescado con el punto exacto de cocción. Me había dado indicaciones precisas sobre cómo acomodarlo todo para que él comiera a gusto. Al llegar a la habitación, empujé la puerta con el hombro y lo encontré de pie junto a la ventana, terminando una llamada y con un cigarro entre los dedos, su vista con esa quietud suya que siempre me desconcertaba un poco. No se inmutó al verme entrar, pero sé que me había notado desde el primer momento. —Te traje la comida —anuncié, avanzando hasta la mesa junto a la cama y dejando la bandeja con cuidado. Bruno exhaló una bocanada de humo antes de girarse hacia mí. —No hacía falta que la trajeras hasta aquí. Podía bajar al comedor. Le sonreí levemente mientras me sentaba en la cama y acomodaba los platos. —Lo sé. Pero quise hacerlo. Quiero que comamos juntos, aquí. Él sostuvo mi mirada por un instante, como si buscara algo en mi expresión, y luego simplemente dejó el cigarro en el cenicero antes de acercarse. Se sentó a mi lado, observando el plato con la misma calma con la que observaba todo. Comenzamos a comer en silencio. —Ayer estuve estudiando —dije con suavidad, sin forzar la conversación. Bruno apenas levantó la vista, pero yo noté el ligero movimiento de su ceja. —¿Para qué? Jugueteé con el tenedor, como si la respuesta no fuera importante. —Para aplicar a la universidad. Él no reaccionó de inmediato. Solo cortó un trozo de pescado y lo llevó a su boca con la misma indiferencia de siempre. —Encontré en la biblioteca una pila de material, admisión de estudio universitario —continué, observándolo de reojo—. Lo estuve leyendo y, la verdad, si lo estudio bien, creo que puedo dar la prueba. Y entrar. Bruno asintió levemente, aún sin decir mucho. Yo incliné la cabeza, fingiendo pensarlo. —Es actualizado…. No sé de dónde habrá salido todo ese material… Supongo que habrá llegado solo, por la puerta. Eso finalmente lo hizo reír. Fue un sonido bajo, casi imperceptible, pero suficiente para que yo supiera que había entendido mi indirecta. —No perdonas, ¿he? Yo traté de contener la risa, pero él solo sonrió con suficiencia, disfrutando del momento. El ambiente entre nosotros se volvió tranquilo, íntimo. Se sentía… bien. Terminamos de comer y yo ordené todo de regreso a la bandeja. Entonces, Bruno suspiró y murmuró: —Necesito un momento privado, iré a mí despacho. Tengo que hacer unas llamadas. Mi estómago se encogió al instante. Sin pensarlo, me incliné hacia él y tomé su mano, entrelazando nuestros dedos con suavidad. —Por favor, no salgas a hacer nada —le pedí, con la voz más dulce que pude. No era una orden, era una súplica.— Tienes que guardar reposo. Te lo pido, por favor. Lo vi tensarse por un segundo, como si mis palabras hubieran golpeado algo dentro de él. Sus ojos tricolor me sostuvieron la mirada con intensidad, pero no de esa forma calculadora y fría con la que miraba a los demás. Era diferente. Era algo más profundo. Y entonces, con una calma extraña, asintió. —Te lo prometo. Voy a estar quieto hasta que me mejore el brazo. La felicidad me recorrió como una oleada de alivio. Sonreí sin poder evitarlo y, sin pensarlo demasiado, me acerqué y le di un beso en los labios. Un roce suave, ligero… pero suficiente para que sintiera lo agradecida que estaba. Bruno no dijo nada. Solo me miró, con esa intensidad suya, mientras yo me separaba y tomaba la bandeja. —Voy a bajar esto y hablar con Rocío un rato antes de estudiar. —Bien —dijo sacando algo de la mesita de noche. Salí con la bandeja y fui a la cocina. Apenas llegué, Melva me vio y frunció el ceño. —Déjalo ahí. Yo lo limpio, señorita. No discutí. Siendo honesta, tampoco es que me encantara fregar los platos. Así que los dejé en la encimera y salí de la cocina sin mirar atrás. Subí las escaleras y me desvié hacia la habitación de Rocío. Toqué antes de entrar. —Pasa. Al abrir la puerta, la vi sentada en la cama, rodeada de revistas, recortando pósteres de alguna banda de rock con estética oscura. La televisión estaba encendida, pero ella no le estaba prestando atención. —Mira esto —dijo, emocionada, mostrándome un póster de una banda con un nombre que apenas reconocí—. Son geniales, Cindy, de verdad… Pero su voz se fue desvaneciendo en segundo plano cuando, por casualidad, mi mirada se posó en la televisión. Estaban reproduciendo las noticias. El aire en mis pulmones se detuvo. Reconocí ese lugar. El casino. El Imperio. Hecho m****a. Mi curiosidad se disparó y, sin pensar, tomé el control remoto y subí el volumen. Las imágenes mostraban a un grupo de manifestantes, furiosos, pidiendo la renuncia del jefe de la FIAC. »»—¡No tuvieron en cuenta la vida de los civiles! —gritaba una mujer en la pantalla—. ¡Nos dicen que nos protegen, pero lo único que hacen es provocar a los Lobos de Hierro para que maten a más inocentes! »»—¡Siempre son los civiles los que pagan las consecuencias! —añadió otro hombre. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Subí el volumen un poco más, ignorando por completo lo que Rocío decía. Mi atención estaba completamente en la televisión. Las cámaras enfocaban a la multitud enardecida frente a un edificio gubernamental. Pancartas, carteles improvisados y gritos llenaban la pantalla. »—¡El jefe de la FIAC es un asesino! —gritó un hombre con el rostro desencajado por la furia—. ¡Dijeron que querían acabar con los Lobos de Hierro, pero lo único que hicieron fue masacrar a civiles inocentes! La cámara se movió hacia una mujer que lloraba mientras sostenía la foto de un joven. »—Mi hijo estaba caminando cerca de ese casino. Venia del trabajo un joven honrado —sollozó, su voz temblando de dolor—. ¡Los policías irrumpieron como si todos fueran criminales! ¡No les importó a quién disparaban! Otra persona, una mujer mayor con el rostro desencajado por la rabia, levantó el puño al cielo. »—¡Nos quieren hacer creer que los Lobos de Hierro son el problema! —vociferó—. ¡Pero si los dejan en paz, ellos no atacan! ¡Siempre es la FIAC la que provoca y somos nosotros los que morimos! El presentador del noticiero tomó la palabra con un tono serio: »—Las acusaciones contra la FIAC han aumentado en las últimas horas. Testigos afirman que la operación en el Casino Imperio fue una masacre injustificada. Aún no hay un número oficial de víctimas civiles, pero se habla de decenas de muertos y heridos. Se mostró un video captado por un teléfono móvil. La imagen era temblorosa, pero se veía claramente: agentes de la FIAC disparaban dentro del casino sin control, mientras personas corrían y gritaban. Los gritos me erizaron la piel. Un periodista de campo apareció en pantalla, con el caos de la protesta de fondo. »—Las autoridades aún no han dado declaraciones oficiales —dijo, alzando la voz por el ruido de los manifestantes—, pero la indignación de la gente es evidente. Exigen respuestas, justicia y la renuncia del alto mando de la FIAC. ¡Quieren que Víctor Álvarez, dimita! El periodista se acercó a un hombre de traje que trataba de pasar desapercibido entre la multitud. »—¡Señor! —lo interceptó—. ¿Es cierto que hubo un exceso de fuerza en la operación del casino? El hombre uniformado intentó ignorarlo, pero el periodista insistió. »—Se habla de una masacre. Se habla de civiles muertos. ¿Qué tiene que decir la FIAC? El hombre finalmente lo miró con frialdad y dijo con voz cortante: »—Estamos haciendo nuestro trabajo. Luego, empujó la cámara y desapareció entre la multitud. Los gritos aumentaron. »—¡Asesinos! —vociferó alguien. »—¡No nos quedaremos callados! La imagen volvió al estudio. »—Seguiremos informando sobre esta situación. Ahora volvemos con… Pero ya no escuchaba. Cerré los ojos un segundo. Ahora entendía a donde había estado Bruno, y por qué llegó de esa manera. Dios mío, las cosas estaban realmente jodidas.






