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Cindy El aire era denso, pesado, como si la humedad del terreno se hubiera colado bajo mi piel. Me ardían los codos por la presión contra el suelo áspero y mi corazón latía demasiado rápido para mi gusto. Miraba a un solo punto fijo. Una ardilla. Era pequeña, con el pelaje castaño y una cola esponjosa que se movía con suavidad mientras roía una nuez entre sus pequeñas patas. Sus ojos oscuros y brillantes no reflejaban miedo. No tenía idea de lo que estaba a punto de ocurrir. El peso del rifle se asentaba contra mi hombro con una frialdad metálica que me helaba hasta los huesos. La tenía sujeta con ambas manos, mis dedos apretaban el gatillo con suavidad, sin suficiente presión para disparar, pero lo bastante para sentir el poder que llevaba en ellas. La mira se alineaba perfectamente con el cuerpo del animal, justo en el centro, como Marco me había enseñado. Otra ardilla se asomó y pareció curiosear lo que hacía la mayor, había complicidad entre ellas, ese simple acto me trajo a recuerdo cuatro días atrás, a mí conversación con Rocío. Recuerdo: Rocío dejó caer la confesión como una bomba en medio de nuestro silencio. Me quedé paralizada, sin aliento, sintiendo cómo el tiempo se detenía a mi alrededor. Sus palabras, dichas con una sinceridad cruda, resonaron en mi mente de forma inescapable: —Tú… eres mi media hermana. El golpe fue inesperado y brutal. Mi corazón se aceleró, y un nudo se formó en mi garganta. Durante toda mi vida, había creído que mi dolor, mis secretos y mis luchas eran solo míos. La idea de compartir esa herida con alguien a quien amaba y en quien confiaba me inundó con una mezcla de gratitud, confusión y, en lo más profundo, un resentimiento sutil. ¿Cómo podía haberme ocultado algo tan importante? ¿Por qué nunca me lo había dicho antes? Aunque sabía, en el fondo, que Rocío no era culpable de lo que había sucedido con mis padres, esa revelación me dejó sintiéndome traicionada por el silencio, como si hubiese vivido una mentira tácita durante años. Me aparté unos pasos, con la cabeza girada y las manos temblorosas, intentando soplarme la cara como si con ese gesto pudiera disipar la ola de emociones que me embargaba. Sentí que necesitaba procesarlo, necesitaba tomar aire, separarme un poco para pensar con claridad. Mis pasos me llevaron hacia la puerta, alejándome lentamente del epicentro de aquel torbellino emocional, mientras mis ojos seguían fijos en Rocío, quien se quedaba quieta en medio de la habitación, como si temiera mi rechazo. —Necesito procesarlo —murmuré, casi inaudible, con la voz quebrada por el dolor y la confusión. Mi cuerpo se movía sin voluntad, cada paso estaba cargado de una pesadez que no podía explicarse, una mezcla de nostalgia y desasosiego. Cada vez que intentaba respirar profundamente, sentía como si el aire se me escapara, insuficiente para llenar el vacío que se abría en mi interior. La revelación de que mi vida compartía un secreto tan íntimo con Rocío era demasiado para asimilar de golpe. Antes de que pudiera alcanzar la puerta, Rocío se interpuso en mi camino. Sus ojos, grandes y llenos de lágrimas contenidas, se encontraron con los míos. Con voz temblorosa y casi imperceptible, dijo: —Cindy, yo te he elegido. Yo te he escogido a ti. Sus palabras se hundieron en mi pecho como un muro, un muro que me detuvo en seco y me obligó a mirar hacia atrás, a enfrentar aquello que no podía ignorar. En ese momento, cada fibra de mi ser gritaba en conflicto. Por un lado, estaba la gratitud infinita que sentía por ella, por haber sido mi roca, por haber velado por mí en los momentos más oscuros; por el amor incondicional que siempre me había brindado, sin importar mis errores o mi dolor. Pero, por otro lado, había una punzada amarga, casi como el dolor de ser engañada, de descubrir que me habían ocultado algo tan fundamental de mi identidad. —Yo te escogí a ti —repitió Rocío, esta vez con una intensidad que no dejaba lugar a dudas, acercándose despacio, casi temerosa de mi reacción. Sus dedos se extendieron lentamente y, con un temblor evidente, tocaron mi mano. Pude sentir la vibración de su miedo, la fragilidad de sus ganas de acercarse, y todo en su mirada decía que, a pesar de lo que había sucedido, ella seguía aquí, dispuesta a amarme una y otra vez. El contacto de su mano me recorrió como un rayo de luz en la oscuridad. Me detuve, incapaz de moverme, y dejé que la calidez de su piel calmara momentáneamente la tormenta de emociones que se arremolinaba en mi interior. Mis labios se abrieron y cerré los ojos, tratando de asimilar esa realidad que tanto me sacudía. —Te escogí, te escogería mil veces —continuó Rocío, con la voz entrecortada, sus palabras cargadas de una determinación que desafiaba el dolor—. Porque te quiero, porque eres mi hermana, mi niña, a quien siempre he cuidado, a quien protegería con mi vida si tuviera que hacerlo. Esas palabras se quedaron flotando en el aire, pesadas y verdaderas. El silencio que siguió fue abrumador. Sentí cómo una lágrima se deslizaba por mi mejilla, lenta, casi imperceptible, pero devastadora en su significado. Quería gritar, pedirle explicaciones, pero al mismo tiempo, cada palabra parecía insuficiente para expresar la complejidad de lo que sentía. Con la voz quebrada, apenas podía articular las palabras, respondí: —Me duele, Rocío. Me duele saber que me ocultaste algo tan importante. Yo nunca te he ocultado nada… Rocío se apartó un poco, sus ojos se llenaron de lágrimas que no tardaron en rodar por sus mejillas. Con un hilo de voz, casi en un susurro, dijo: —Perdóname, Cindy. No quería herirte. Jamás imaginé que un secreto tan grande pudiera romper lo que hemos construido. Yo... yo nunca pensé que fuera tan difícil de decir, tan terrible de descubrir. Pero todo era parte de un pasado que no pude cambiar, y lo siento, de verdad. Sentí cómo mi corazón latía con fuerza, mezclando la ira y el dolor con la comprensión. Quería reprocharle, gritarle por haberme ocultado esa verdad, pero al mismo tiempo, sabía en lo profundo que ella había actuado por instinto, por miedo a perderme, a perder el único vínculo que le había quedado en este mundo tan cruel. La verdad era que, a pesar de todo, yo la amaba. La amaba con una intensidad que me asfixiaba y me llenaba de contradicciones. Tomé un respiro profundo, tratando de calmar la tormenta interna. Con la mano aún temblorosa, rozé la suya, sintiendo su calor. —Yo te elegí, Cindy. Él la escogió a ella, pero yo te escojo a ti. Te escogí a ti, y te volveré a escoger mil veces. Temblorosa volvió a susurrar un: Lo siento. Luego me abrazó, yo la quería muchísimo, nada de eso había cambiado solo que el sentimiento brilló más, correspondí al abrazo y ella besó mi cabeza, la quería, y decir lo contrario sería mentirme. —Te quiero…. —dijo. —Yo también —susurré. Dios tenía una hermana. Me aferré a ese sentimiento, dejando que el dolor se transformara en una fuerza silenciosa, en una determinación de seguir adelante, juntas. Mientras Rocío y yo nos quedábamos allí, abrazadas en medio de la habitación. —Dispara. Ahora. —la voz de Marco ronca y firme, me devolvió al momento. Mi dedo se tensó, pero no lo suficiente. Mi respiración se volvió más rápida y, por un segundo, sentí que el tiempo se estiraba como una cuerda a punto de romperse.






