Cindy
Antes de que pudiera responder, un hombre alto y de semblante relajado se acercó a nosotros, llevando en brazos a un pequeño niño que no debía tener más de tres años. El niño vestía un traje blanco, impecable, y tenía una expresión de cansancio que lo hacía lucir adorable. —¡Omar! —dijo Ivette, extendiendo los brazos hacia el hombre—. Cariño, ven a conocer a Cindy. —¿Cindy? —repitió el hombre con curiosidad mientras se acercaba y extendía una mano para saludarme—. Soy Omar, el esposo de Ivette. Y este pequeño aquí es Richard, nuestro hijo recién bautizado. Saludó a Bruno en un gesto seco primero como si le estuviera pidiendo permiso antes y luego se volvió a mí. —Es un placer —respondí, estrechando su mano y dedicándole una sonrisa al niño, que me miraba desde el hombro de su padre. —Lo mismo digo. —Omar parecía amigable, aunque había algo en su mirada que me hacía sentir evaluada, como si estuviera tratando de descifrar algo sobre mí. —Por que no vienes a… —intentó decir Ivette. —Ivette, por favor, no agobies a Cindy —intervino Bruno por primera vez, con ese tono bajo y controlado que siempre usaba para poner límites sin necesidad de levantar la voz. —No exageres, Bruno —respondió Ivette con una risa, aunque se notaba que le guardaba sumo respeto a su hermano y luego añadió—: Sólo estoy siendo amable con tu chica. Esa última palabra hizo que todo mi cuerpo se tensara. Observé a Bruno, esperando alguna reacción, pero lo único que hizo fue mirar a Omar, ignorando completamente el comentario de su hermana. —¿Tienes un momento Bruno? —preguntó Omar a Bruno mientras le pasaba el niño a su esposa. Bruno se acercó a mí ignorando el hecho de que estaban todos ahí, y me susurró muy bajo: si quieres irte dime. Asentí con la cabeza, acto seguido se alejó con Omar. Una mujer del otro lado cerca de la mesa donde dejaban los regalos llamó a Ivette y ella se disculpó alejándose en su dirección. Me quedé a solas con la madre de Bruno. Mi corazón estaba latiendo muy rápido. Habían tres niños aparte de Richard que era el bautizado, ellos corrían y jugaban en el césped. Elena captó mi atención cuando sujetó mi mano con suavidad. —No sabes lo feliz que estoy de tenerte aquí —confesó con un tono cálido que me hizo sentir acogida. —Para mí también es un gusto haber venido —contesté. Ella iba hablar hasta que una pelota fue pateada cerca de nosotras y ella levantó la vista. —¡Amena! Ven aquí, cariño —la voz elegante y firme de Elena, se alzó. Giré la cabeza justo a tiempo para ver cómo una niña pequeña, de unos cinco años, se acercaba corriendo. Su cabello castaño oscuro se movía con cada paso, y sus ojos grandes y curiosos parecían analizar todo a su alrededor. Era preciosa, con un vestido blanco y zapatitos a juego que la hacían parecer un pequeño ángel… hasta que vi la chispa traviesa en su mirada. Elena se agachó ligeramente para tomarle las manos con ternura. —Amena, quiero que conozcas a alguien. —Luego levantó la vista hacia mí, con una sonrisa particular—. ¿Ya conocías a mi nieta? Es hija de Bruno. ¿Él ya te la había presentado? La pregunta me tomó por sorpresa, como un golpe directo al estómago. La había visto en la mansión de Bruno, cuando abrió la puerta pero, no cuando desayunaba. Me aclaré la garganta, intentando mantener la compostura. Elena hizo un gesto para que me acercara, y me encontré de pie frente a la niña, quien ahora me miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Sin saber muy bien cómo proceder, me agaché para quedar a su altura. Amena me miró con una mezcla de curiosidad y desconfianza, sus pequeños ojos tricolor evaluándome como si pudiera leerme por completo. Esa mezcla de azul, verde y color caramelo que eran idénticos a los de su padre me mantuvo en silencio unos segundos. —Hola, Amena —dije con la voz más amable que pude, inclinándome un poco para estar a su altura—. Es un placer conocerte. La niña no respondió de inmediato. Cruzó los brazos y me miró como si estuviera decidiendo si era digna de su respuesta. —¿Por qué hablas raro? —preguntó finalmente, su tono serio y directo. Me tomó un segundo procesar la pregunta antes de darme cuenta de que debía referirse a mi acento, su inglés tenía un matiz de Londres a diferencia del mío. —¿Raro? —repetí, sonriendo para ocultar mi incomodidad—. Supongo que es porque vengo de un lugar diferente al tuyo. Amena no pareció del todo convencida, pero su abuela intervino antes de que pudiera seguir interrogándome. —Amena. Sé educada —Luego se volvió hacia mí—. Discúlpame, tengo que atender esta llamada. Dijo cordial alejándose unos pasos. Asentí, mientras se alejaba la escuché dando las gracias a lo que parecía una felicitaciones por el bautizo. Amena y yo solas. La niña y yo nos quedamos en un incómodo silencio durante un momento. Ella seguía observándome con esa mirada penetrante, y yo me preguntaba cómo caerle bien, sentía la necesidad de caerle bien. —Entonces... ¿te gusta correr? —pregunté finalmente, señalando el césped donde había estado jugando. —Un poco —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero mi mamá dice que no corra porque me ensucio. No pude evitar sonreír ante su tono, tan serio para alguien tan pequeña. —Bueno, ensuciarse no es tan malo. A veces es divertido, ¿no crees? Amena frunció el ceño, claramente considerando mis palabras. —¿De verdad? —Claro. ¿Sabías que, cuando era pequeña, me encantaba jugar en el barro, bajo la lluvia también? Mi mamá siempre me regañaba, pero yo lo hacía igual. La niña me miró con algo que parecía ser una mezcla de asombro y diversión. —¿En el barro? —preguntó, casi riéndose—. Nunca me dejan. —Es divertido, quizás algún día podamos jugar juntas, si quieres —Ella no dijo nada, pero parecía agradarle la idea. Sentí que la tensión entre nosotras comenzó a disiparse. Amena todavía parecía un poco reservada, pero ya no me miraba como si fuera una intrusa. —¿Y cómo te llamas? —preguntó de repente, con esa franqueza que solo los niños tienen. —Soy Cindy, una amiga de tu papá. —¿Amiga? —repitió—. ¿De las de verdad o de las que dicen que son amigas, pero quieren casarse con él? Mi risa escapó antes de que pudiera contenerla, aunque sentí cómo el calor subía a mi rostro. —¿Quién te dijo eso? —Mi abuela —respondió con total naturalidad—. Ella quiere que mi papá se case. Bueno soy de las que se quieren casar con él, obviamente no le diría eso. —Solo amiga. Amena me analizó y luego acercó sus manos a mi cabello y lo acarició con suavidad. —Me gusta tu pelo. Es bonito, como el de una princesa —dijo perdida en el gesto. Ese pequeño comentario me hizo sentir una calidez inesperada. No sabía exactamente por qué, pero me alegraba haberle caído bien, aunque fuera solo un poco. —Gracias —respondí, riendo suavemente. Ella pasaba su manito por mi rostro y mi pelo, yo no pude evitar que mi mirada se desviara hacia los invitados que estaban reunidos cerca de las mesas. Había unas cuatro mujeres, todas vestidas impecablemente, y de repente sentí una punzada de curiosidad. No podía evitar preguntarme quién era la madre de Amena. Sabía que ella y Bruno ya no estaban juntos, pero no sabía mucho más. —¿Y... tu mamá? —pregunté con cautela—. ¿Está aquí? Amena asintió. —Sí, está hablando con la tía Ivette. Mis ojos se movieron rápidamente hacia el grupo de mujeres al que señalaba. Entre ellas, una mujer increíblemente hermosa destacaba. Su cabello oscuro caía en ondas perfectas, y su porte exudaba confianza. —¿Es ella? La del vestido coral —pregunté, intentando sonar casual. Antes de que pudiera detenerla, Amena levantó la voz. —¡Mami, mira! Mi corazón se aceleró. Por inercia reaccioné tapándole la boca. —No, no la llames —susurré. Yo quería ser discreta. Cuando quité mi mano. Amena empezó a reír, claramente divirtiéndose con mi reacción. —¿Por qué no quieres que la llame? —preguntó, sus ojos brillando con dulzura. La niña soltó una carcajada dulce, su risa tan contagiosa que me encontré riendo con ella a pesar de mis nervios. La mujer no miró, lo que me dejó saber qué no la había oído. —Eres divertida, Cindy. —Tu también —contesté mirando su pequeña nariz. Ella clavó sus ojos en los míos con curiosidad. —Tienes ojos lindos… —soltó de repente—, como los de la princesa Mérida. —Gracias —dije sincera por su halago—. Los tuyos también son preciosos, como los de mi persona favorita. Yo me estaba refiriendo a su padre, pero ella asintió como si estuviera de acuerdo conmigo y me hubiera entendido. —¿Vives con mi papá? —preguntó casual y mi cabeza trajo a colación el día que abrió la puerta y me entra la duda si es por eso su pregunta. Antes de que pudiera responder, la niña alzó la cabeza y miró hacia algo detrás de mí. —Me gusta Cindy, papi. Me congelé. Mi corazón latía mientras me giraba lentamente. Bruno, nos observaba, no sabía cuanto tiempo llevaba ahí, pero creo que no mucho. Él se bajó uniéndose a nosotras frente a su hija, con una expresión seria, pero con una leve curva en sus labios. —A mí también me gusta Cindy —dijo, su voz profunda y grave. Mientras me lanzaba una mirada intensa que me hizo entender su sentido de “Gustar” y desde luego no era en el mismo sentido que el de Amena. —Sí, Cindy parece una princesa —aseguró ella volviendo a tocar mi pelo—. Aunque me dijo que se ensucia en el barro. Bruno me miró antes de poner los ojos en su hija nuevamente. Yo estaba intentando contener la risa ante la cara que puso. —¿Sabes? —habló Bruno con un tono que nunca lo había oído usar—, a veces las princesas se ensucian en el barro. Amena soltó una carcajada contagiosa, tapándose la boca como si estuviera oyendo un secreto importante. —¡Papá! ¡Eso no es cierto! —respondió entre risas. Yo no pude evitar sonreír también. La ternura de la escena era tan genuina. —Claro que lo es —dijo Bruno, jugando a ser muy serio. —Las dos princesas de mi cuento, no solo son hermosas, también se ensucian en el barro, son valientes y listas. Nadie puede con ellas. —En los cuentos solo hay una princesa, papi. —En el mío no, hay dos. Ella se río aunque su cara mostraba confusión. Su risa me contagió y terminé riendo, Bruno también río aunque no era una carcajada. —¿Interrumpo algo? Mi vista se desvió hacia arriba. La mujer de vestido coral estaba detrás de Bruno. Su presencia era como una ola que, de inmediato, cubrió todo el ambiente con su tensión. El vestido que vestía resaltaba su figura, pero lo que más me llamó la atención fue su mirada. Fría, calculadora, y, sobre todo, distante. Bruno, al instante, adoptó una postura rígida. Se incorporó acto que yo imité poniéndome de pie también. La mujer se acercó con paso firme, sus ojos clavados en mí durante un instante más largo de lo que me sentí cómoda. —Bruno, necesito hablar contigo, en privado —pidió ante el silencio instalado. —Ahora no —dijo él, su voz sonaba mucho más grave que antes. Victoria frunció el ceño. Al instante, la situación se volvió más tensa de lo que ya estaba. —Es sobre Amena —su mirada me detallaba sin disimulo aunque no hablaba conmigo, y yo hice lo mismo sin dejarme intimidar. Sin previo aviso, Bruno me miró directamente a los ojos, y para mi sorpresa, inclinó su rostro hacia mí. Dejó un beso suave, rápido apenas rosando sus labios con los míos antes de apartarse, al tiempo que me susurraba un: no tardo. Sin poder evitarlo la miré a ella, su rostro se tornó aún más helado, como si una capa de hielo cubriera su mirada. Se acercó a Amena y, con un tono que ya no intentaba esconder su molestia, dijo: —Ven, cariño. Tenemos que hablar con PAPÁ. Amena, sin entender completamente el cambio en el ambiente, extendió sus brazos hacia su padre. —Papi, ¿me cargas? Bruno no dudó ni un segundo y, con suavidad, la levantó en sus brazos, llevándola sin una palabra más hacia a ella, quien ya había comenzado a caminar en la dirección opuesta. En automático sentí una mano en mi hombro, al girarme Elena, estaba devuelta, me sonrío con calidez mientras acomodaba mi brazo en su antebrazo y me invitaba a caminar despacio por el ambiente. Mientras me hacía preguntas de mi, de mis orígenes, y mi vida. Evitaba responder algunas y sintiéndome un poco más cómoda también le comencé a preguntar cosas que ella parecía encantada en responder. Mientras hablábamos no podía evitar que mis ojos fueran a cada tanto a la esquina donde ellos estaban.