Latidos Vacíos

Bruno

El bullicio del bautizo quedaba atrás mientras me alejaba con Amena en brazos. La sentía acurrucada contra mi pecho, su carita escondida en mi cuello, y ese simple gesto tenía el poder de suavizar mi expresión dura.

Victoria caminaba unos pasos delante de mí, con su porte elegante y su vestido impecable. Su cabello caía en ondas perfectas sobre sus hombros, y aunque intentaba mantener una expresión serena, la rigidez de su postura la delataba. Estaba molesta.

No era difícil adivinar por qué. La conocía demasiado bien.

Nos detuvimos en una esquina más apartada del jardín, lejos de los invitados. La música y las voces quedaban de fondo, amortiguadas por la brisa cálida de la tarde.

Victoria se giró hacia mí con una sonrisa tensa, pero sus ojos oscuros reflejaban otra cosa.

—Dime —zanjé.

Sus ojos oscuros estaban afilados, evaluándome con esa mezcla de desdén y algo más... algo que no le permitiría admitir.

—¿Quién es ella? —preguntó, como si el solo hecho de pronunciar la pregunta le diera un sabor amargo en la boca.

La miré fijamente, sin prisa, sin parpadear. No me gustaba dar explicaciones, no tenía la costumbre de hacerlo, y tampoco tenía la paciencia para soportar escenas, ella sabía que detestaba las escenas.

—Mi mujer —respondí con voz firme, sin intenciones de suavizarlo.

Su ceja se arqueó, sus labios se separaron levemente antes de volver a cerrarse con rapidez.

—¿Tu mujer? —repitió en un murmullo, como si no pudiera creerlo.

La reacción de Victoria me daba igual.

Amena, ajena a la tensión entre nosotros, jugueteaba con los botones de mi camisa, ignorando por completo la conversación adulta que se desarrollaba sobre su cabeza.

Victoria parpadeó varias veces y, cuando recobró la compostura, entrecerró los ojos.

—No sabía que te habías convertido en un hombre de los que tienen “mujer”.

Su tono era venenoso, pero no me inmuté.

—Tampoco es algo que te importe —respondí con frialdad.

Victoria soltó una risa baja, sin alegría.

—No me concierne, claro... —murmuró, cruzándose de brazos—. Pero sí me concierne nuestra hija.

—¿Y qué tiene que ver Amena en esto? —pregunté, mi paciencia agotándose.

Victoria dejó escapar un suspiro pesado, como si estuviera lidiando con alguien terco.

—No quiero que esa mujer tenga trato con mi hija —espetó finalmente, sus ojos clavados en los míos con firmeza.

Mi mandíbula se tensó.

Bajé la mirada hacia mi hija, quien seguía jugando ahora más atenta a la conversación.

Con calma, me agaché y la bajé al suelo con cuidado.

—Amena —dije firme—. Ve con la tía Ivette un momento.

Ella alzó la mirada hacia mí, pestañeando con confusión.

—¿Estás enojado papi?

—No.

—Te quiero mucho, papi —susurró su voz suave.

—Yo también. Ve.

Ella se acercó abrazándome como si quisiera asegurarse de que yo no estaba molesto y luego se echó a correr con su vestido ondeando tras de sí.

Cuando me incorporé de nuevo, mi expresión ya no era la misma. Todo rastro de calma había desaparecido.

Victoria aún me sostenía la mirada, pero su lenguaje corporal cambió cuando notó que ahora le prestaba toda mi atención.

Di un paso más cerca.

—Voy a decir esto una vez, Victoria, y quiero que escuches bien.

Ella se mantuvo en su sitio, pero pude notar cómo su respiración se alteraba ligeramente.

—No eres tú quien decide con quién se relaciona mi hija —mi voz fue fría, autoritaria—. Tú eres la mujer que la parió, pero yo soy su padre. Y en mi vida, hago lo que me da la gana.

Su rostro se endureció al instante.

—Bruno…

—No he terminado —la corté sin esfuerzo—. Cindy estará en la vida de Amena tanto como yo quiera. No necesito tu aprobación.

Apreté la mandíbula.

—Si tienes algún problema con eso, es tuyo, no mío. La niña me ha dicho que Cindy le cae bien, si después de esto la noto distinta con ella, asumiré que me estás desafiando y sabes lo que significa desafiarme.

Victoria parpadeó, su pecho subiendo y bajando con el ritmo de su respiración alterada. Intentaba mantener la compostura, pero la rabia en sus ojos era evidente.

Di un par de pasos alejándome antes de escuchar su voz detrás de mí, afilada y contenida, pero lo suficientemente fuerte como para que no pudiera ignorarla.

—No lo entiendo.

Me detuve, sin girarme.

Victoria tomó eso como una invitación para continuar, y lo hizo con ese tono refinado que usaba cuando quería disfrazar su ira con elegancia.

—¿Cómo pones por encima de mi, lo que quiere otra, yo… yo fui quien te dio una hija! —su voz tenía un matiz que parecía un reclamo.

Inspiré profundamente, sin moverme.

—Fui yo quien llevó a tu heredera en mi vientre —continuó, acercándose un poco—. ¿Tan poca cosa me ves, Bruno? ¿Tan insignificante es la mujer que te parió a una hija como para que pongas a otra sobre lo que yo quiero?

Ahora sí me giré.

Victoria tenía la cabeza en alto, su expresión imperturbable, pero sus ojos delataban que cada palabra le quemaba en la garganta.

La miré en silencio durante un instante, dejando que sintiera el peso de mi mirada.

—No te confundas —dije, mirándola fijamente—. Tú no me diste nada. Amena es mi hija porque yo lo permití, porque quise que naciera. No porque tú seas especial.

Sus ojos destellaron con furia.

—Eres un maldito arrogante.

Di un paso más cerca, acortando la distancia entre nosotros hasta que ella tuvo que levantar la vista.

—Te he dejado claro más de una vez, que tú y yo solo tenemos en común a la niña, y ahora me estás haciendo una puta escena —zanjé—. Te recuerdo que ella está contigo, porque me lo pidió cuando la iba a dejar al cuidado de mi madre. Lo que mi hija pide se le da, y por eso está contigo.

Sus ojos parecían luchar por no humedecerse mientras su mirada de rabia seguía clavada en la mía.

—¡Bruno la foto! —gritó de lejos la voz de Ivette, la cual sentí que se iba acercando.

Retrocedí dándole la espalda, yendo al grupo.

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