0.20

Calvin Monteverde

Al regresar a la sala, encontré a mis hombres esperando. Todos armados y vestidos de negro, con rostros serios y miradas de acero. Uno de ellos, El fiero, me miró expectante.

—¿Cuál es el plan, jefe?

Saqué el papel con la dirección que Rafa me había dado y lo desplegué lentamente.

—Vamos por la chica, se llama Cindy, la quiero viva, muerta no me sirve, así que haremos nuestro trabajo bien, ¿Entendido?

Todos asintieron. El fiero, arqueó una ceja, pero no dijo nada. Sabía que cuestionarme no estaba en sus opciones. Los demás asintieron y comenzaron a revisar sus armas y equipo. La tensión en el aire era casi palpable.

Mientras los observaba prepararse, sentí el peso del cigarro entre mis dedos y el del arma en mi funda. Esta era la única jugada que me quedaba, y rezaba para que fuera suficiente.

Barrio: Brook, Leí al cruzar el letrero que me llevaba a unas calles en mal estado y ambiente cuestionable. El aire denso del barrio pesaba más que la noche misma, impregnado de humedad y el hedor metálico de la basura que llevaba días fermentándose en las esquinas. Los edificios parecían espectros olvidados, con paredes descascaradas y ventanas rotas que parecían mirar al mundo con resignación.

La calle estaba viva de formas que no querías conocer; había sombras que se movían en los callejones, murmullos bajos que se mezclaban con risas ásperas y, de vez en cuando, los ecos lejanos de una motocicleta o un disparo perdido.

Estábamos en tres vehículos, ocho hombres contando conmigo, y cada uno de ellos sabía lo que estaba en juego. Mis hombres eran profesionales: armados, serios, y con los ojos escaneando cada esquina como depredadores. Habíamos seguido las indicaciones de la dirección que Rafa me había dado, pero este barrio era un maldito laberinto, una trampa en la que cada esquina podía ser un callejón sin salida.

A veces no basta con una dirección; necesitas confirmar que no te estén vendiendo humo.

—Fiero, ¿algo? —pregunté desde el asiento delantero del segundo coche, mientras observaba las fachadas deterioradas y las luces parpadeantes de algunos negocios que seguían abiertos.

—Nada todavía, jefe. Pero estamos cerca. Este lugar encaja con la descripción —respondió desde el vehículo líder, a través de la radio.

No me gustaba dar vueltas. No me gustaba sentirme fuera de control. Habíamos pasado varias calles sin señales claras y necesitábamos confirmar si la información de Rafa era correcta. Sentía que íbamos dando vueltas, necesitaba pararme a preguntar. Vi un local: Nightfall, apareció frente a nosotros, un bar cuya neón rojizo anunciaba que estaba cerrando.

—Detente aquí —ordené al conductor, y los tres vehículos se estacionaron uno tras otro, alineados en la acera. Bajé acompañado de dos hombres, dejando el resto para vigilar el perímetro. En un lugar como este, no puedes dar la espalda ni un segundo.

La puerta del bar estaba semiabierta, y un hombre corpulento con el cabello grasiento y una camisa desabotonada que mostraba un torso tatuado, estaba sacando bolsas de basura al callejón lateral. Parecía a punto de echar el cerrojo cuando nuestras sombras lo cubrieron. Su mirada se clavó en nosotros, y de inmediato notó las armas bajo nuestras chaquetas y los vehículos imponentes que permanecían con los motores encendidos.

—Andamos buscando algo —dije con una voz que no admitía vacilación.

El hombre nos miró, sus ojos moviéndose entre nosotros como si intentara calcular si corría algún peligro.

—¿Qué quieren? —Su tono era desafiante, pero noté el ligero temblor en sus manos. Siempre hay un límite en la valentía de los hombres cuando saben que podrían estar jugando con su vida.

—Estamos buscando a una chica —dije, avanzando un paso hacia él, dejando que mi presencia pesara sobre la conversación—. Se llama Cindy. ¿Sabes dónde vive?

Él frunció el ceño, pero su reacción fue instantánea: un leve movimiento defensivo en su postura, y su mirada bajó durante un segundo. Era obvio que sabía algo, aunque intentara disimularlo.

—¿Cindy? No, no conozco a nadie con ese nombre —respondió, pero había demasiada vacilación en sus palabras. No estaba convencido ni de su propia mentira.

Me quedé mirándolo en silencio durante unos segundos, y vi cómo su garganta se movía al tragar saliva. Mi paciencia era limitada, pero en barrios como este, la gente se protegía entre sí, aunque el precio fuera alto. Finalmente, di un paso atrás, y con un leve movimiento de cabeza, señalé a mis hombres que volvieran a los vehículos.

—Gracias por nada —dije con frialdad, mientras regresábamos a las camionetas—. Por su actitud estamos cerca —añadí.

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