0.21

Calvin Monteverde

Seguimos avanzando calle arriba, las luces de los autos reflejándose en los charcos de agua sucia que cubrían el asfalto agrietado. Y entonces, unas calles más adelante, lo vi: un joven tambaleándose frente a un edificio descuidado. Llevaba ropa desaliñada, y su cabello castaño oscuro estaba revuelto como si hubiera estado tirado en algún callejón. Se sostenía apenas de un poste mientras miraba hacia uno de los pisos superiores.

—¡Cindy! —gritó con una voz ronca y quebrada, como si el alcohol le hubiese robado el control—. ¡Te amo, maldita sea! ¡Te juro que no lo volveré a hacer! ¡Cásate conmigo! Soy tú Raúl y tú eres mi Cindy.

Era un espectáculo patético, pero la mención del nombre de Cindy me hizo reaccionar al instante. Di la orden de detener los vehículos y bajé con tres hombres, dejando a los otros vigilando.

El tipo apenas se dio cuenta de nuestra presencia hasta que lo tuvimos rodeado. Uno de mis hombres, un tipo robusto llamado Morales, lo agarró por el brazo y lo sacudió con fuerza.

—Escucha, idiota —le dije mientras él lo sostenía, acercándome lo suficiente para que mi voz lo sacara del estupor alcohólico—. ¿En qué piso vive Cindy?

El borracho intentó enfocar la vista en mí, pero su lengua parecía demasiado pesada para articular palabras coherentes. Finalmente, murmuró algo.

—Tercer… tercer piso —dijo, señalando torpemente hacia arriba.

No necesitábamos más. Solté un leve suspiro y di la orden.

—Morales, que alguien lo saque de aquí. Fiero, conmigo. Vamos arriba.

Los hombres se movieron con precisión. Mientras dos de ellos se quedaban afuera para asegurar la entrada, los demás me siguieron al interior del edificio. El lugar era peor de lo que esperaba: un pasillo estrecho y sucio con luces parpadeantes y un olor fuerte que hacía que respirar fuera un desafío. Subimos las escaleras con rapidez, nuestras botas resonando en el suelo de madera hueca.

Cuando llegamos al tercer piso, me aseguré de que los hombres se desplegaran. Morales, que llevaba un ariete portátil, se posicionó frente a la puerta indicada por el borracho. Con un gesto rápido de mi mano, le di la señal.

El golpe fue contundente, y la puerta se abrió de golpe, dejando astillas volar por el aire. Entramos rápidamente, armas en mano, revisando cada rincón del pequeño apartamento. Había muebles baratos y desorden.

—¡Limpio! —gritó Fiero desde el baño.

—Nada aquí tampoco —agregó Morales desde una habitación trasera.

El lugar estaba vacío. Cindy no estaba allí, y no había señales de que no viviera aquí. Me quedé en la sala principal, mirando alrededor con frustración. Habíamos venido hasta aquí, jugando nuestras cartas, y nos habíamos encontrado con un maldito callejón sin salida.

Hubiera creído que Rafa me había mentido si no fuera porque el borracho de abajo estaba llamándola. Era evidente que vivía alguien aquí y no había rastro de que se haya ido, todo parecía habitable, mis hombres seguían buscando destrozando todo lo que podían, debajo de la cama, debajo del sofá, incluso en lugares que era obvio que no cabía un cuerpo.

Entré a una de las habitaciones mirando posters de rock, figuras coleccionables de alguna banda, y una colección de botas negras apiladas con sumo cuidado como si fuesen una reliquia en una esquina de la habitación.

Salí y me dirigí a la otra, frustrado, estuve a punto de creer que quizás nos habíamos equivocado en el número de piso, después de todo ese hombre estaba borracho. Hasta que lo vi, había una foto de Bruno pegada con chinchetas en la pared, era un poco extraño aquello parecía algún tipo de ritual o algo, la despegué rompiendo una parte y me la eché en el bolsillo. Sí, era aquí definitivamente era aquí, pero la chica no estaba y al parecer no vivía sola. Salí, y después de pensar en que hacer, me senté en su sillón.

—Vamos a esperarla —dije finalmente, apretando los dientes. Mi voz estaba cargada de ira contenida, y los hombres lo notaron—. Manténganse vigilando la escaleras para cuando venga.

Sentía la tensión en el aire como una cuerda tensada al límite, a punto de romperse. No era paranoia. Lo sabía.

—Manténganse atentos —dije en voz baja, echando una mirada rápida a mis hombres.

Ellos asintieron, cada uno asegurando sus armas mientras se movían bajando y subiendo por la escaleras mientras yo decidí hacer lo mismo en un intento por calmar mis nervios.

Al llegar al vestíbulo. Había movimiento al otro lado de la puerta. Sombras se desplazaban en silencio, organizadas, como depredadores rodeando a su presa. Me detuve en seco y levanté una mano, indicando que se detuvieran también.

—¿Algo? —preguntó Fiero desde detrás de mí, con el arma lista.

—Shh… —Fue todo lo que respondí. Entonces sucedió.

La puerta de entrada al edificio se cayó, y por ella entraron seis hombres con armas automáticas, movimientos sincronizados y rostros endurecidos. Entre ellos, uno destacaba: un hombre alto, con el cabello oscuro recogido en una coleta, cicatrices en el rostro, y un parche negro cubriendo su ojo izquierdo. Sus movimientos eran deliberados, casi arrogantes. Parecía el líder.

—Bueno, bueno… ¿Qué tenemos aquí? —dijo el del parche, su voz grave y áspera resonando en el vestíbulo. Los otros hombres se desplegaron tras él, apuntando directamente hacia nosotros.

Mis hombres levantaron sus armas al instante, pero hice un gesto para que no dispararan. Aún no. Había algo en la mirada de ese tipo que me puso en alerta.

—¿Quiénes son? —pregunté con calma, aunque mi pulso estaba acelerado.

El hombre del parche sonrió, pero era una sonrisa cruel, sin un rastro de humor. Dio un paso hacia adelante, sus botas resonando en el suelo mientras sus escoltas mantenían sus armas apuntadas.

—La pregunta no es quiénes somos nosotros. La pregunta es… ¿qué demonios quieren ustedes aquí? —dijo, señalándonos con un dedo enguantado—. Déjame adivinar ¿Vienen por la chica?

Mi mandíbula se tensó.

—¿Qué chica? —respondí, jugando con su cabeza.

El hombre del parche dejó escapar una carcajada burlona, mirándome como si fuera un idiota. Dio un par de pasos más, acortando la distancia entre nosotros, hasta que casi podía sentir el hedor a cigarro que desprendía.

—Déjame decirte algo, amigo… Has puesto los ojos en la carnada equivocada, la seguridad de ella se paga con mi vida, y adivina quién no quiere morir esta noche —Sus palabras eran lentas, deliberadas, diseñadas para provocar.

Mi mano se apretó alrededor de mi arma, pero mantuve mi postura. No era momento de perder la cabeza. Sin embargo, ellos no parecían tener la misma paciencia.

—¿Creen que pueden entrar aquí como si fuera su territorio? —continuó el del parche, con una mueca amenazante—. Esto no es un maldito casino ni una oficina elegante. Aquí, si alguien viene por la chica, no sale caminando.

—¿Cuánto le pagan? —intenté sobornar—. Puedo darle tres veces más de lo que él les paga por cuidarla. Dame la chica si la tienen y les daré efectivo está misma noche.

El del parche río alto.

—Pon una cifra —añadí. Pero en su mirada no había deseo de traición.

La tensión era insoportable. Mis hombres estaban listos, esperando una señal, pero el equilibrio era frágil, como un cristal a punto de romperse. Entonces, sucedió. Uno de los hombres de Bruno, un tipo robusto con una cicatriz en el cuello, hizo un movimiento brusco con su arma, y Fiero, siempre rápido, reaccionó.

El sonido del disparo fue ensordecedor en el espacio cerrado. El hombre de la cicatriz cayó hacia atrás, pero eso fue suficiente para desatar el caos.

—¡Cúbranse! —grité, mientras el eco de los disparos llenaba el edificio.

Los hombres de Bruno salieron del Lobby en busca de refugio entre los coches de la calle, esos nos permitió tener la zona de entrada casi para nosotros solos.

Mis hombres se movieron como un engranaje bien aceitado, disparando mientras buscaban cobertura tras los marcos de las puertas y el comienzo de la escalera. Los hombres de Bruno respondieron con una precisión letal, avanzando como una pared de fuego.

—¡Morales, a la izquierda! ¡Fiero conmigo! —di órdenes mientras me agachaba tras una columna agrietada, disparando hacia el hombre del parche, que se movía con una agilidad sorprendente para alguien con su tamaño.

El vestíbulo era un infierno. Fragmentos de concreto y madera volaban por todas partes mientras las balas impactaban contra las paredes y el suelo. Uno de mis hombres cayó al suelo, herido en la pierna, pero otro lo arrastró fuera de la línea de fuego sin perder el ritmo.

Vi al del parche acercarse, su arma rugiendo mientras avanzaba como si estuviera disfrutando del enfrentamiento. Pero yo también sabía jugar este juego.

—¡Fuego de contención! —grité, mientras Fiero y Morales descargaban sus armas hacia el grupo enemigo, obligándolos a retroceder unos pasos. Aproveché la distracción para moverme hacia la salida lateral, arrastrando a uno de mis hombres conmigo.

—¡Vamos, vamos! —ordené, mientras mis hombres comenzaban a replegarse hacia los vehículos.

Uno de los hombres de Bruno intentó interceptarnos, pero un disparo certero de Morales lo dejó fuera de combate. Sin embargo, el del parche no parecía dispuesto a dejarnos ir tan fácilmente. Lo vi alzando su arma para disparar, pero antes de que pudiera apretar el gatillo, solté una ráfaga hacia su dirección, obligándolo a buscar cobertura.

Finalmente, alcanzamos los vehículos. Mis hombres ya estaban dentro, cubriendo la retirada mientras subíamos a toda prisa.

—¡Larguémonos de aquí! —grité al conductor, que pisó el acelerador y nos sacó del maldito lugar mientras las balas seguían impactando contra la carrocería.

Cuando el ruido de los disparos se desvaneció, y dejamos atrás las calles del barrio Brook, pude sentir la adrenalina corriendo por mis venas. Habíamos perdido a Cindy, sí, pero esto era mucho más que una simple pérdida.

—El flaco y el negro han muerto —informó Fiero en un tono de pérdida.

Asentí y lo miré dándome cuenta de que él estaba herido, su hombro derecho siendo sujetado en la zona donde brotaba sangre.

—Hay que buscar un búnker… —murmuré para mí mismo, mientras miraba por la ventana. Esto no había terminado. Era oficial Thor vendría por mi cabeza.

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