Calvin Monteverde
Seguimos avanzando calle arriba, las luces de los autos reflejándose en los charcos de agua sucia que cubrían el asfalto agrietado. Y entonces, unas calles más adelante, lo vi: un joven tambaleándose frente a un edificio descuidado. Llevaba ropa desaliñada, y su cabello castaño oscuro estaba revuelto como si hubiera estado tirado en algún callejón. Se sostenía apenas de un poste mientras miraba hacia uno de los pisos superiores.
—¡Cindy! —gritó con una voz ronca y quebrada, como si el alcohol le hubiese robado el control—. ¡Te amo, maldita sea! ¡Te juro que no lo volveré a hacer! ¡Cásate conmigo! Soy tú Raúl y tú eres mi Cindy.
Era un espectáculo patético, pero la mención del nombre de Cindy me hizo reaccionar al instante. Di la orden de detener los vehículos y bajé con tres hombres, dejando a los otros vigilando.
El tipo apenas se dio cuenta de nuestra presencia hasta que lo tuvimos rodeado. Uno de mis hombres, un tipo robusto llamado Morales, lo agarró por el braz