Calvin Monteverde
La noche estaba cargada de un silencio inquietante, como si la mansión Monteverde, con toda su opulencia, estuviera conteniendo el aliento. Me encontraba en la sala principal, sentado en uno de los sofás de cuero italiano que costaban más que algunos autos, pero ni el lujo ni la comodidad lograban calmar mis nervios. Frente a mí, una mesa de caoba perfectamente pulida estaba desordenada: vasos de whisky a medio vaciar, colillas de cigarros apagadas de forma brusca, y papeles desperdigados que nunca deberían haber salido de mi oficina. Mi traje, desaliñado y con manchas de sudor, colgaba de mis hombros como si fuera un lastre. La sangre que había corrido por mi frente horas antes ahora estaba seca, pero aún podía sentir el escozor de la herida.
En la televisión, un hombre robusto y de expresión severa hablaba con la firmeza de quien lidera una entidad de élite. Era Víctor Álvarez, el director de la FIAC, y su tono parecía una mezcla de calma y autoridad, como si estuv