La cazeria

Calvin Monteverde

La noche estaba cargada de un silencio inquietante, como si la mansión Monteverde, con toda su opulencia, estuviera conteniendo el aliento. Me encontraba en la sala principal, sentado en uno de los sofás de cuero italiano que costaban más que algunos autos, pero ni el lujo ni la comodidad lograban calmar mis nervios. Frente a mí, una mesa de caoba perfectamente pulida estaba desordenada: vasos de whisky a medio vaciar, colillas de cigarros apagadas de forma brusca, y papeles desperdigados que nunca deberían haber salido de mi oficina. Mi traje, desaliñado y con manchas de sudor, colgaba de mis hombros como si fuera un lastre. La sangre que había corrido por mi frente horas antes ahora estaba seca, pero aún podía sentir el escozor de la herida.

En la televisión, un hombre robusto y de expresión severa hablaba con la firmeza de quien lidera una entidad de élite. Era Víctor Álvarez, el director de la FIAC, y su tono parecía una mezcla de calma y autoridad, como si estuviera tratando de controlar la tormenta que había desatado.

»Este nuevo atentado fue desafiante, pero les aseguro que estamos más cerca que nunca de erradicar a los Lobos de Hierro —decía con una voz que parecía retumbar incluso más fuerte en mi mente que en la sala—Quiero transmitir un mensaje de aliento a las familias de las víctimas. Trabajamos incansablemente para asegurar que estos criminales paguen por sus actos. Esto no es un golpe final, pero es un paso firme hacia la justicia.

La imagen cambió a un video grabado, probablemente por los propios Lobos de Hierro. Una explosión había sacudido un almacén en las afueras de la ciudad, dejando claro que no estaban dispuestos a quedarse quietos. Era un mensaje directo: no se puede cazar a un lobo sin que la manada muerda de vuelta.

Apagué el cigarro con un movimiento brusco, mi mandíbula apretada mientras el alcohol quemaba en mi garganta. Entonces, la oí. El suave eco de sus tacones sobre el mármol del pasillo. Patricia.

—Calvin, ¿qué está pasando? —Su voz era dulce, pausada, pero tenía un matiz de preocupación que era imposible ignorar. Al girarme para verla, la escena era casi surrealista: estaba impecable como siempre, con un vestido negro de satén que parecía fluir como agua alrededor de su figura, un collar de perlas que brillaba bajo la luz tenue, y un peinado recogido que le daba un aire casi regio. Era todo lo que yo no era en ese momento: calma, control, perfección.

Ella se acercó lentamente, sus ojos claros recorriendo el desastre en la mesa, los vasos vacíos, las cenizas, y luego subieron a mí, tomando nota de mi herida y mi ropa desaliñada.

—¿Por qué estás así? ¿Qué está pasando? —preguntó, su tono ahora más alarmado.

Mantuve mi vista fija en la pantalla un segundo más, como si ignorarla me diera tiempo para pensar. Pero sabía que no podía evadirla por mucho tiempo. Tragué saliva, sentí cómo el calor de su mirada exigía una respuesta, pero no podía dársela.

—Sube a la habitación, Patricia. Despierta al niño y prepárense. Rafa está en camino para sacarlos del país.

Su rostro cambió de inmediato. Sus labios se separaron en un gesto de incredulidad mientras cruzaba los brazos, como si estuviera tratando de contener el torrente de preguntas que claramente la consumían.

—¿Qué? Calvin, no entiendo nada. ¿Qué está pasando? ¿Por qué estás diciendo esto?

—Patricia, por favor. Haz lo que te digo. —Mi tono era más firme ahora, pero ella no se movió.

—¿Y tú? ¿Por qué no llamas a la policía si algo está mal? ¿Qué ha pasado? —insistió, y su voz tembló al final, como si el miedo comenzara a filtrarse en su fachada de calma.

—No puedo llamar a la policía. No serviría de nada. Sé quién está detrás de esto. Son personas peligrosas, y no quiero que estés aquí cuando regresen.

Ella dio un paso hacia mí, su perfume llenando el aire. —¿Regresen? Calvin, explícame ahora mismo qué está pasando?

Solté un suspiro pesado, apretando los puños para no perder el control.

—Intentaron matarme, Patricia. Intentaron atropellarme cuando volvía del casino. Fue un intento de asesinato. Mis hombres me ayudaron a perderlos, pero es solo cuestión de tiempo antes de que vuelvan. Por favor, sube y haz lo que te pido.

Su rostro palideció al escuchar mis palabras. —¿Intentaron matarte? ¡Dios mío! Calvin, ¿por qué no estás en un hospital? ¿Por qué no…?

—¡Porque no tengo tiempo para eso! —espeté, cortándola. Mi voz salió más fuerte de lo que quería, pero no podía evitarlo. El estrés me estaba consumiendo. Bajé el tono un poco, pero ya era tarde para calmarla—. Por favor, Patricia, confía en mí. Haz las maletas, despierta al niño y prepárense. Rafa los sacará del país.

Ella me miró un momento, sus ojos llenos de preocupación, y luego asintió rápidamente, dándose la vuelta y desapareciendo por las escaleras.

Apenas unos minutos después, la puerta principal se abrió y Rafa entró. Llevaba una pistola en la cintura y una mirada que alternaba entre la preocupación y la rabia.

—¿Qué carajos pasa, Calvin? Me has llamado como si fuera el fin del mundo.

Le ofrecí un vaso de whisky mientras me desplomaba de nuevo en el sofá. —Necesito que saques a Patricia y al niño del país. Ahora.

—¿Y tú? ¿Qué has hecho? —preguntó, sentándose frente a mí y estudiándome con intensidad.

—Creo que son los Lobos de Hierro —dije finalmente, sabiendo que no podía ocultarle nada. Le expliqué lo que había pasado con la información filtrada, el operativo fallido, y el atentado que había sufrido. Su expresión se endureció a cada palabra, y cuando terminé, sacudió la cabeza, incrédulo. Yo pienso qué, cuando el hijo de los Castellón en su visita el día de su boda, me confesó que uno de los Lobos estaría presente, «información que filtré a la FIAC en mensaje anónimo», creo que ellos supieron que fui yo quien sacó la información.

—¿Estás loco? Calvin, ¡hiciste que te marcaran como objetivo! Si los Castellón te dieron esa información, ellos saben que fuiste tú.

—Fue un intento de golpe, Rafa. Era un movimiento necesario.

—¿Un movimiento necesario? —repitió con sarcasmo—. Eso es suicidio. ¿Cuál es tu plan ahora?

—Necesito protegerlos. Por eso quiero que los saques del país a Patricia y al niño —Deslicé un sobre abultado sobre la mesa hacia él—. Aquí está lo que querías. Dame la dirección.

Le dije, recostándome en el sofá y frotándome las sienes con las manos.

Rafa dejó los papeles sobre la mesa y me miró con incredulidad, como si no hubiera escuchado bien. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre sus rodillas, mientras me estudiaba detenidamente.

—¿Qué dirección? —preguntó, aunque su tono sugería que sabía exactamente de qué estaba hablando.

—La de la cría, Rafa. Cindy. —Mi voz salió firme, aunque sentía la tensión acumulándose en mi pecho—. Necesito saber dónde está.

Él parpadeó un par de veces, como si estuviera procesando la locura que acababa de salir de mi boca. Luego soltó una risa seca, casi sarcástica, y negó con la cabeza.

—¿Por qué, Calvin? —preguntó, su tono mezclando incredulidad y desaprobación—. ¿Qué m****a tiene que ver ella?

Tomé un cigarro del cenicero y lo encendí con manos temblorosas. No estaba de humor para andarme con rodeos.

—Es mi boleto de salida. Mi seguro.

Rafa dejó escapar una carcajada amarga, pero no había humor en sus ojos.

—¿Tu seguro? —repitió, inclinándose aún más hacia mí, como si quisiera asegurarse de que estaba escuchando bien—. ¿Estás hablando en serio? ¿Sabes lo que estás diciendo? Esa parece ser la chica de Bruno Delacroix, primo de Thor, uno de los líderes de los Lobos de Hierro. ¿Cómo están las cosas, piensas que secuestrarla es una buena idea?

—No tengo opción, Rafa —respondí, apretando los dientes mientras inhalaba profundamente del cigarro. El humo quemó mi garganta, pero me ayudó a calmarme—. Si tengo a esa chica, Bruno presionará a su primo para que me deje en paz, ellos se lo pensarán dos veces antes de mover una ficha en mi contra. Es lo único que tengo para ganar tiempo.

Rafa me miró como si acabara de declararme loco.

—Calvin, esto no es un maldito juego. Estás hablando de enfrentarte a los Lobos de Hierro, una organización que ni siquiera la FIAC ha podido destruir. ¿Y tú crees que tener a una cría te va a salvar? Es la idea más estúpida que he escuchado en mi vida.

—Ya lo sé, Rafa. —Levanté la voz, golpeando la mesa con el puño, y lo vi retroceder un poco en su asiento—. ¡Sé que es una locura! Que posiblemente la chica no le importe tanto a Delacroix como para pedirle que me dejen en paz. Pero no tengo otra salida. Ya intentaron matarme, y si no hago algo ahora, vendrán por Patricia, por el niño, por todos los que me importan. ¿Entiendes? Esto no se trata solo de mí.

Mi hermano se quedó callado por unos segundos, y por un momento pensé que iba a levantarse e irse. Pero en lugar de eso, suspiró y sacó una pequeña libreta de su chaqueta. Pasó algunas páginas hasta que encontró lo que buscaba. Tomó un bolígrafo y escribió algo en un papel que arrancó y deslizó hacia mí.

—Ahí tienes —dijo, su voz baja y cargada de resignación—. Pero, Calvin, si haces esto… si tocas a esa chica, no va a haber vuelta atrás. Bruno mató a Héctor por lo del barril roto ¿Lo entiendes? Si la chica le importa lo Vas a cabrear mucho. Vas a poner a tu familia en la mira de una de las organizaciones más peligrosas del mundo.

Tomé el papel y lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta sin mirarlo.

—Ya estoy en su mira, Rafa. Esto no cambia nada.

Rafa se quedó en silencio, mirándome con una mezcla de rabia y decepción. Finalmente, se puso de pie, sacudiéndose el polvo de las manos, como si estuviera cerrando algún capítulo.

—Voy a llevar a Patricia y al niño al aeropuerto. Pero después de esto, Calvin, no me vuelvas a pedir nada. —Se giró hacia la puerta sin esperar respuesta. Antes de salir, agregó sin mirarme—: Espero que sobrevivas a esta locura.

Cuando se fue, la mansión volvió a quedar en un silencio inquietante. Me levanté del sofá y subí las escaleras. Patricia estaba en la habitación, terminando de guardar las últimas cosas en una maleta pequeña. El niño estaba sentado en la cama, medio dormido, con los rizos rubios desordenados. Me acerqué a ella y puse una mano sobre su hombro.

—Es hora —dije en voz baja.

Ella me miró con los ojos llenos de preguntas que no podía responder, pero no dijo nada. Simplemente asintió y cerró la maleta. Bajamos juntos, y Rafa ya estaba esperando en la puerta principal con el auto encendido. Ayudó a Patricia a subir al vehículo mientras yo me agachaba frente al niño.

—Papá, ¿qué está pasando? —preguntó con voz somnolienta.

Le revolví el cabello con una sonrisa que no sentía.

—Todo va a estar bien, campeón. Solo vas a dar un paseo con tu mamá. Cuídala, ¿de acuerdo?

Él asintió, y yo le di un beso en la frente antes de levantarme. Patricia me miró una última vez desde la ventanilla del auto, sus ojos llenos de miedo y tristeza.

—Te amo, Calvin. Por favor… ten cuidado.

Asentí, incapaz de decirle nada. Vi cómo el auto se alejaba por el largo camino que atravesaba los jardines hasta desaparecer entre los árboles.

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