El bosque se cerraba ante ellos como si tuviera vida propia. Ramas que antes no existían bloqueaban el sendero, raíces emergían del suelo intentando atrapar sus tobillos, y una niebla espesa, casi tangible, dificultaba la visión más allá de unos pocos metros. La expedición hacia la Cueva del Ocaso se había convertido en una batalla contra la naturaleza misma.
Lía avanzaba al frente junto a Kael, con los trillizos protegidos en el centro del grupo por los guerreros más fuertes de la manada. El viento aullaba entre los árboles con un lamento que parecía contener voces antiguas.
—No quieren que lleguemos —murmuró Lía, apartando una rama que había intentado azotarla—. El bosque nos rechaza.
Kael gruñó, cortando con sus garras un entramado de zarzas que había aparecido de la nada.
—No es el bosque. Son los guardianes espirituales de la Cueva. Saben lo que buscamos.
Un lobo gris de la guardia de Kael soltó un aullido de dolor cuando una raíz se enroscó alrededor de su pierna, clavando espin