La habitación parecía haberse congelado. El aire se volvió denso, casi irrespirable, mientras Lía observaba a la mujer frente a ella. Después de cinco años, su madre seguía siendo la misma figura imponente que recordaba: alta, de porte aristocrático, con aquellos ojos grises que parecían atravesar el alma de cualquiera que se atreviera a sostenerle la mirada.
—Madre —pronunció Lía, y la palabra le supo amarga en la boca.
Selene Blackwood no se inmutó ante el tono frío de su hija. Avanzó con elegancia por la estancia, sus pasos apenas audibles sobre la madera. Su presencia llenaba el espacio como una sombra que se extendía por cada rincón.
—Has crecido, Lía —dijo con voz serena—. Y has traído al mundo a tres herederos de sangre pura.
Kael, que hasta entonces había permanecido en silencio junto a Lía, dio un paso al frente, colocándose instintivamente entre ella y su madre.
—¿Qué haces aquí, Selene? —preguntó con voz grave—. Nadie te ha invitado a mi territorio.
La mujer esbozó una sonr