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El bosque se había convertido en un laberinto de sombras. Cada árbol parecía idéntico al anterior, cada sonido un engaño para sus sentidos. Kael avanzaba con la desesperación marcada en cada músculo tenso de su cuerpo, olfateando el aire como el depredador que era, buscando el rastro de su hijo.

—¡Elian! —gritó Lía por enésima vez, su voz quebrándose en el silencio del bosque.

La luna comenzaba a elevarse en el cielo nocturno, y un tinte rojizo empezaba a teñir su superficie plateada. No era una coincidencia. La luna roja, la misma que había brillado la noche en que los trillizos fueron concebidos, volvía a manifestarse, como un presagio de que algo terrible estaba a punto de suceder.

—Hay algo más aquí —murmuró Kael, deteniéndose abruptamente—. ¿Lo sientes?

Lía asintió. Una energía oscura, densa como petróleo, parecía impregnar el aire. No era natural. No pertenecía a ninguna criatura del bosque que conocieran.

—Es como si algo lo hubiera atraído —susurró ella, abrazándose a sí misma
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