El salón del consejo vibraba con tensión. Las paredes de madera antigua, testigos de generaciones de decisiones que habían moldeado el destino de la manada, parecían encogerse ante la intensidad del enfrentamiento. Kael permanecía de pie, sus manos apoyadas sobre la mesa circular, mientras las miradas de los ancianos lo atravesaban como dagas envenenadas.
—Lo que propones es una locura, Alfa —espetó Meredith, la anciana de cabello plateado cuya voz rasposa resonaba con autoridad—. Has permitido que esa mujer regrese con sus crías y ahora enfrentamos la amenaza más grande en décadas.
Kael apretó la mandíbula hasta que sintió dolor. Sus nudillos se tornaron blancos sobre la superficie pulida de la mesa.
—Esos niños son mis hijos, Meredith. Sangre de mi sangre. Y Lía es...
—Sabemos perfectamente lo que es —interrumpió Tobías, el más antiguo del consejo, con una mirada gélida—. La pregunta es si tú lo sabes, Kael. Tu padre jamás habría permitido que sus sentimientos nublaran su juicio.
El