El sol asomaba con timidez sobre los viñedos, bañando la Villa Lombardi con una luz suave, como si quisiera acariciar sus muros después de tanta tormenta. El aire olía a pan recién horneado, a jazmín húmedo, a paz momentánea.
Alessa despertó con la pequeña Gabriela entre los brazos. La bebé respiraba tranquila, con los labios entreabiertos y el ceño ligeramente fruncido, como si soñara con pequeñas batallas que ya estaba destinada a ganar. Alessa la contempló por unos minutos, acariciándole el cabello fino como seda negra, y le susurró:
—Buenos días, mi reina. Hoy el mundo será tuyo... pero, por ahora, desayunemos.
Bajó con la niña envuelta en una manta suave color perla. Idara, siempre puntual, la esperaba en el salón principal. Sus ojos se iluminaron al verlas.
—¿Puedo cargarla un rato, signorina?
—Claro. Cuídala mientras me siento con Thiago y Antonio.
Idara sostuvo a Gabriela con la reverencia de quien sostiene una joya sagrada. Alessa se sentó en la gran mesa de madera pulida jun