La caravana de vehículos llegó a la Villa Lombardi en un silencio sepulcral, roto solo por el chirrido de los neumáticos sobre el gravel. El contraste era brutal: la mansión estaba decorada con elegancia para una fiesta que ahora parecía una burla macabra. Guirnaldas blancas, globos color plata y mesas con mantelería fina aguardaban bajo el sol siciliano, testigos mudos de un drama que se desarrollaba en tiempo real.
Salvatore bajó del auto con esa arrogancia característica que lo definía, pero su paso seguro se congeló de inmediato. Allí, en la escalinata principal, Cipriano descendía con Gabriele a su lado.
El mundo se detuvo para Salvatore Lombardi.
Vio a su hijo. Real. De carne y hueso. No una foto borrosa ni un recuerdo doloroso. Un niño de siete años con sus mismos ojos gris tormenta y su postura desafiante. La máscara del hombre duro, del líder impasible, se resquebrajó por completo. Palideció y, por un instante, todos vieron la vulnerabilidad cruda en su mirada.
Thiago se acer