La mansión Baruk estaba sumida en un silencio engañoso, como el ojo de un huracán que espera el siguiente embate de viento. En la suite de invitados, que ahora funcionaba como refugio temporal mientras la habitación principal se sentía contaminada, Zeynep estaba sentada en la mecedora de terciopelo.
En sus brazos, el pequeño Evan dormitaba, ajeno a las guerras que se libraban por su apellido y su custodia. La luz de la lámpara de pie bañaba sus rostros con un tono ámbar, creando una burbuja de paz en medio del caos.
Zeynep acarició la mejilla regordeta del bebé con el dorso de su dedo índice, maravillada por la perfección de sus rasgos.
—Hola, mi amor... —susurró, su voz impregnada de una dulzura que solo él podía evocar—. Ya me conoces, ¿cierto? Soy yo, mamá.
El bebé se removió levemente, soltando un suspiro de satisfacción. Zeynep sintió que el corazón se le estrujaba. Sabía que la sangre de ese niño no era la suya, pero el vínculo que habían forjado era más fuerte que la genética.