Julienne Percy
Habían pasado ya varios días desde que Leila me había recibido en su hogar, y aunque la casa era pequeña en comparación con la mansión del Alfa Supremo, se sentía más espaciosa por una razón sencilla: aquí no había cadenas invisibles. El silencio no era intimidante, sino sereno. Me costaba aceptar que podía caminar libremente por los pasillos, abrir una ventana sin permiso, respirar sin miedo a que alguien vigilara mis movimientos.
Leila había sido generosa desde el primer instante. Me hablaba con dulzura, me trataba con un respeto sencillo que sanaba, poco a poco, partes de mí que había olvidado que existían. En su casa no era una sirvienta, ni una deshonra, ni la "madre del bastardo del Alfa Supremo". Era simplemente Julienne o mi niña Juli, como me llamaba Leila.
Mis días comenzaron a adquirir una rutina amable. Me despertaba con el aroma del café que Leila preparaba por las mañanas, la ayudaba a regar las plantas, limpiaba la cocina o lavaba la ropa. No me lo exi