Julienne Percy
Las tardes en casa de Leila tenían una calidez especial. Había algo en la forma en que el sol se filtraba por las cortinas, tiñendo las paredes de un dorado suave, que hacía que todo se sintiera más lento, más seguro. Aquella tarde en particular, el aire olía a manzanilla y palomitas recién hechas. Leila y yo estábamos sentadas en el pequeño sofá de la sala, envueltas en una manta, viendo una película que apenas seguía con atención. Mi mente divagaba, tranquila pero inquieta al mismo tiempo.
Zaren había estado viniendo más seguido.
No era algo que dijera en voz alta, pero lo notaba. Cada dos o tres días aparecía con alguna excusa: una planta que traía para el jardín, una caja de té nuevo que "sabía que a su madre le gustaría", o simplemente con tiempo para pasar. Siempre saludaba con una sonrisa, preguntaba cómo me sentía, y se ofrecía a ayudar en lo que fuera. No era invasivo, pero su presencia comenzaba a ser constante. Reconfortante. Peligrosamente reconfortante.