La luz tenue del amanecer ruso se colaba por entre las cortinas de terciopelo celeste. La chimenea apenas humeaba, el calor persistente de las brasas mantenía el aire tibio. Arianna, envuelta en una manta ligera, se encontraba sentada al borde de la cama. Tenía el cabello suelto, enredado por los besos de la noche anterior, y la piel apenas cubierta por una de las camisas de lino de Greco, que le caía hasta los muslos.
Lo miraba dormir.
Greco yacía boca arriba, una mano sobre el abdomen, la otra extendida hacia donde había estado ella. Su rostro, usualmente tenso, ahora lucía en paz. Y sin embargo, Arianna sabía que no era una paz permanente. No para un hombre como él. No para un alma hecha de acero y heridas viejas.
—Nunca había sentido algo tan profundo… tan libre —pensó Arianna mientras lo contemplaba—. Me tocaste como si cada parte mía mereciera ser venerada, y yo te respondí como si por fin comprendiera lo que es hacer el amor sin miedo.
Recorrió con la mirada el cuerpo de Greco.