Florencia – Mañana nublada en Villa Leone

La niebla bajaba por las colinas de la Toscana como un susurro ancestral. Los cipreses se alzaban como centinelas en torno a la villa, y dentro de sus muros, Arianna practicaba una secuencia de pasos frente al espejo del salón principal. Sus movimientos eran elegantes, pero su respiración era otra: más profunda, más consciente. Cada giro, cada arabesco, escondía ahora una intención defensiva aprendida a la fuerza.

Greco la observaba desde el umbral, silencioso. Una camisa negra abierta en el cuello, la mirada hundida en un pensamiento que no dejaba de afilar: cómo anticiparse al siguiente movimiento del enemigo. No era paranoia. Era supervivencia.

—No pierdas el centro —le dijo suavemente.

—No lo hago —respondió Arianna, sin detenerse.

Greco asintió. No porque creyera en esa seguridad, sino porque sabía que ella necesitaba sentirla. Avanzó hacia el ventanal, donde Dante aguardaba, teléfono en mano.

—Tenemos un nombre —dijo su mano derecha—. Al