Verona — Estudio de ballet “Morini”, tarde dorada
El sol entraba como manteca tibia por los ventanales. Las barras olían a madera encerada; un piano dormía en un rincón, con la tapa entornada.
Anya Petrova —rubio ceniza, moño impecable, ojos que habían aprendido a callar— marcaba en silencio una serie de plies frente al espejo cuando la puerta se abrió sin aviso.
Arianna apareció con un abrigo claro, el cabello trenzado y la mirada de quien viene desde un incendio y aún echa humo por dentro.
—Disculpa la irrupción —dijo, sin rodeos—. Soy Arianna Veltri.
Anya la midió con una cortesía profesional. Reconocía esa cara por carteles, críticas, ovaciones ajenas.
—Lo sé —respondió, seca y amable a la vez—. Eres… la mejor. ¿Qué necesitas?
Arianna no caminó: se acercó como si contara tiempos musicales.
—Hablar de Moscú. De Mikhail Volkov.
El nombre fue un cristal cayendo en el piso. Anya apretó los labios; un músculo en su cuello latió.
—No trabajo con ese apellido —contestó—. Ni hablo de él.