Teatro San Giordano — medianoche.
El viento nocturno atravesaba las grietas del techo como un susurro. El escenario seguía cubierto de polvo y astillas.
Las luces del teatro parpadeaban, como si el lugar mismo supiera que esa noche sería su última función.
Arianna subió al escenario.
El sonido de sus tacones rebotó entre las butacas vacías.
Llevaba el vestido oscuro pegado al cuerpo, el cabello suelto, y una mirada que no temblaba más.
De pronto, la puerta lateral se abrió.
—Arianna… —la voz se arrastró entre las sombras—. Sabía que volverías.
Mikhail Volkov emergió de la penumbra. El fuego lo había marcado, pero seguía imponiendo.
El lado sano de su rostro todavía tenía el magnetismo de un dios; el otro, el de un demonio que se negaba a morir.
Tenía sangre seca en los nudillos y una pistola en la mano.
—No vine por ti —dijo ella, firme—. Vine a enterrarte, Mikhail.
Él rió, ronco.
—¿Enterrarme? No puedes matar lo que creaste. Tú y yo somos el mismo fuego.
Arianna dio un paso al frente