La villa dormía en silencio, pero Greco no. Desde su despacho, observaba por enésima vez las cámaras de seguridad del teatro, los reportes de movimientos, los rostros de escoltas que habían acompañado a Arianna en sus últimos ensayos.
El cigarro se consumía lento entre sus dedos. Sus ojos azules brillaban con un fuego que mezclaba rabia y duda.
—Me ocultas algo, amore mio… —murmuró al aire, viendo en la pantalla una imagen congelada de Arianna entrando al camerino.
Desde que escuchó esas palabras de ella con los gemelos —“perdónenme si oculto algo”— no había podido dormir tranquilo. Su instinto de león lo estaba devorando.
No confrontó directamente a Arianna. No aún. Prefirió mover sus piezas. Ordenó a dos hombres de confianza seguir discretamente los pasos de su esposa, cruzar reportes, analizar cada salida y entrada.
Cuando ella apareció esa mañana en la sala, con un vestido de seda color perla, cargando a Victoria en brazos, él la miró con calma fingida, aunque la tormenta le rugía