El sol se ocultaba lentamente sobre las colinas, tiñendo el cielo de tonos rojos y dorados. En la villa Leone, la calma era un espejismo: bajo sus cimientos, todo era movimiento, órdenes y preparativos.
En el despacho principal, Greco estaba frente al gran ventanal, la silueta recortada por la luz del atardecer. El humo de su cigarro dibujaba formas caprichosas en el aire. Dante entró sin anunciarse, con un fajo de papeles en una mano y el rostro endurecido.
—Todo está listo, Greco —informó con voz firme—. El perímetro externo reforzado. Hombres en cada salida de la villa. Dos vehículos de escolta para el trayecto. Y ya revisamos el lugar de la reunión tres veces. Está limpio… al menos en apariencia.
Greco asintió despacio, sin apartar la vista del horizonte.
—Bien. Pero no confío en apariencias, Dante. Si algo aprendimos en esta vida es que la calma es el disfraz más usado por la traición.
Dante se acercó más, apoyó los papeles sobre el escritorio.
—Ya lo sé. Por eso dupliqué el pers