El restaurante “La Loggia”, en lo alto de la colina, brillaba como una constelación privada. Velas bajas, manteles de lino, copas de cristal y el rumor lejano de Florencia como un mar en calma. Greco había reservado todo un corredor de mesas junto a los ventanales; los escoltas se mantenían discretos, a distancia. Aquella noche no había armas entre ellos: solo flores y promesas.
Arianna llegó con un vestido marfil de seda que le abrazaba la cintura y dejaba los hombros limpios; el cabello recogido en un moño bajo, dos mechones sueltos enmarcando la cara. Greco la miró de pie, con traje negro sin corbata, y ese brillo grave en los ojos azules que solo le salía cuando se tragaba la emoción.
—Feliz aniversario, mia ballerina —le susurró, ofreciéndole la mano.
—Feliz aniversario, mi leone —respondió ella, poniendo su palma sobre la suya.
La mesa tenía peonías blancas en un jarrón pequeño. El maître sirvió prosecco; las burbujas estallaban suaves.
—Cuéntame cómo sería tu boda perfecta —pid