La madrugada en el hospital tenía un aire fúnebre. Greco estaba sentado en una camilla, con el brazo izquierdo entablillado y el rostro todavía manchado de sangre y humo. Apenas dejaba que los médicos se acercaran.
—Debe reposar, Signore Leone —dijo un doctor con cautela—. La fractura sanará si se cuida.
Greco lo miró con frialdad, sin interés en nada.
—¿Sanar? —susurró con la voz ronca—. ¿Cómo se cura un hombre al que le arrancaron a su mujer?
El silencio fue tan pesado que ni el doctor respondió. Fue Dante quien se adelantó, serio, cansado.
—Greco, tienes que mantenerte de pie. Tienes hijos que dependen de ti.
—Y yo dependía de ella —replicó con un murmullo oscuro, bajando la cabeza—. Arianna era mi aire… y ahora me ahogo.
Al amanecer, la noticia recorrió los pasillos como un veneno. Todos hablaban en susurros. Escoltas, sirvientes y familia se movían con solemnidad, preparando la villa para el velorio.
Nonna Vittoria fue quien mantuvo el orden. Su voz se imponía, aunque sus manos t