La bodega retumbó con el estruendo de los disparos. La puerta metálica apenas resistía los embates de las balas mientras los hombres de Greco, armados hasta los dientes, respondían con precisión quirúrgica. El polvo se mezclaba con el olor de la pólvora y el sudor. Greco, con el ceño fruncido y los ojos inyectados en furia, caminaba entre los estantes metálicos derrumbados, sin pestañear.
—¿Quién tuvo los cojones de intentar robarme? —gruñó mientras sus botas crujían sobre el vidrio roto.
Dante, con la camisa manchada de sangre enemiga, lo seguía a corta distancia, como una sombra letal.
—Uno de los grupos pequeños del sur. Los Lobos, creo. Pero no se atrevieron solos. Alguien los financió —respondió, con voz firme.
Greco se agachó junto al cuerpo de uno de los caídos. Le abrió la chaqueta. Dentro, encontró un pequeño tatuaje en el pecho: una serpiente enroscada en un puñal. Frunció el ceño.
—Esto no es solo codicia. Esto es un mensaje.
—¿Qué harás? —preguntó Dante, esperando la orden