Villa Leone — Medianoche
El reloj del salón marcaba las doce.
El silencio en la villa era tan profundo que solo se escuchaba el canto distante de los grillos y el murmullo del viento que se colaba entre los rosales.
Las luces estaban apagadas, salvo una tenue lámpara en el pasillo del segundo piso.
Ahí, Ekaterina se movía en silencio, envuelta en una bata de seda, incapaz de conciliar el sueño.
El aire de la Toscana era tibio, perfumado de jazmines.
Salió al balcón y cerró los ojos.
El recuerdo de Moscú, del hielo, del fuego… todo se mezclaba con el sonido de los árboles.
Y por primera vez en años, respiró sin miedo.
—¿No puedes dormir? —preguntó una voz grave detrás de ella.
Se giró.
Morózov estaba apoyado en el marco de la puerta, con una camisa blanca abierta en el cuello y una copa de vino en la mano.
—No —admitió ella—. No estoy acostumbrada al silencio.
—Es lo más difícil de la paz —respondió él—. Cuando ya no hay disparos, escuchas tus propios pensamientos.
Ekaterina sonrió le