Azucena solo conocía el dolor, la humillación y las cadenas. Había sido la esclava del lobo más hermoso… y el más repulsivo. Milord hizo que su mundo se tiñera de sangre: destruyó su manada y la obligó a convertirse en su amante para que diera a luz a un cachorro que heredara el don que ella poseía. El don de la curación. Sin embargo, logró escapar, encontrando al Rey Alfa Askeladd: el demonio de ojos rojos, el Alfa más temido de los bosques. —¿Quién eres? —rugió él, mientras la observaba tras los barrotes de la celda. —Me llamo… Azucena —balbuceó ella. —¿Qué hace una loba medio muerta en mi reino, viniendo a ofrecerme su vida como si tuviera algún valor? —Mi manada… fue destruida. Por favor, acépteme dentro de su Clan. No quiero morir... Pero ¿cuál sería el precio? ¿Se convertiría en la esclava del demonio de ojos rojos? ¿O quizás en su amante? ¿Sería mejor o peor que haber sido amante de Milord? Ella debía elegir: aceptar los deseos del Rey Alfa… o morir. En un mundo de jerarquías salvajes, secretos y un don que podría cambiarlo todo, Azucena descubrirá que la verdadera prisión no siempre tiene barrotes, y que el corazón más oscuro puede convertirse en su único refugio.
Ler maisAzucena se despertó mucho antes de lo habitual, con el corazón agitado por la huella de una pesadilla que aún no lograba desvanecerse de su mente. El alba estaba frío, y el único sonido que la acompañaba era el canto de un ave que, cada mañana, se posaba en el mismo árbol a las afueras de la aldea de una pequeña manada nómada, de nombre “Luna Escarlata”.
Sin embargo, repentinamente, el canto se interrumpió de manera abrupta, como si algo hubiera golpeado al ave o la hubiera silenciado de improviso.
Su instinto le advirtió que algo no estaba bien. La aldea entera parecía dormir profundamente, ajena a cualquier peligro, pero Azucena se alarmó. Entonces, se levantó con cautela, descalza, y avanzó hasta la puerta de su cabaña.
Cuando la abrió, un resplandor anaranjado iluminó sus ojos. Un instante después, comprendió el horror: eran flechas encendidas cayendo sobre los techos de paja. Algunas cabañas ya comenzaban a arder, y el olor a humo le llenó la nariz.
Rápidamente, Azucena giró sobre sus talones y corrió hacia sus padres.
—¡Madre… padre… despierten! —suplicó—. ¡Rápido… por favor, despierten!
—¡Azucena! —gruñó su padre, quien era el líder de la manada Luna Escarlata—, ¿qué ocurre?
A través de la puerta abierta, su padre vio lo que ella había visto: sombras enormes cruzando la aldea, fuego trepando por los techos de paja, y lobos que no pertenecían a su manada desgarrando la carne de los suyos.
—¡Mier*da! —rugió él—. ¡Nos están atacando!
Sin perder más tiempo, se transformó en lobo.
—¡Váyanse! ¡Escóndanse en el bosque!
Azucena sintió que el corazón le saltaba en el pecho mientras su madre la jalaba de la muñeca. Pero en cuanto cruzaron el umbral de la cabaña, un cuerpo cayó frente a ellas.
Era un lobo de su manada, que llevaba su hocico abierto en un gesto congelado de dolor. La sangre se filtraba entre su pelaje, y una de sus patas estaba torcida en un ángulo imposible.
—¡No mires, Azu! —soltó la madre, tratando de taparle los ojos.
Pero era tarde. Azucena ya lo había visto todo.
Los alaridos se multiplicaron y la aldea se había convertido en un matadero. Lobos caían uno tras otro, siendo sus cuerpos desgarrados por colmillos y garras enemigas. Las cabañas ardían como antorchas gigantes, iluminando la barbarie. Cachorros eran arrancados del regazo de sus madres y lanzados sin piedad al fuego, y madres desesperadas se lanzaban tras ellos, solo para ser derribadas por garras y sus gargantas abiertas en un instante.
Entre el caos, un rugido autoritario se elevó, helando la sangre de quienes aún respiraban. De entre las sombras apareció un lobo de tamaño imponente, con su pelaje gris oscuro como la ceniza y sus ojos dorados ardiendo de odio, quien caminó entre los cuerpos como si el infierno mismo le abriese paso.
—Por fin… —expuso el Alfa Milord, rey de Asis—. Por fin ha llegado mi venganza. Este inmundo linaje, “Luna Escarlata”, desaparecerá de la faz de la tierra.
Se relamió los colmillos manchados de sangre y lanzó una carcajada que reverberó entre las cabañas en llamas.
—¡Acaben con todo lo que se mueva, excepto la loba roja! —ordenó—. ¡La loba roja es mía, así que tráiganla ante mí!
La madre de Azucena se fijó en su hija y entendió rápidamente a quién buscaba el Rey Alfa Milord: La buscaba a ella, a Azucena.
Azu era una loba roja. Al transformarse, su pelaje brillaba como fuego bajo la luna. Aunque su madre también era una loba roja, era evidente que la verdadera buscada era Azucena. Ya no era su madre quien portaba el don, sino la hija.
El don de la curación, legado ancestral, pasaba inevitablemente de madre a hija al nacer, dejando a la progenitora vacía de magia. Así, Azucena se había convertido en la nueva portadora.
De pronto, el rugido del líder —el padre de Azucena— se escuchó entre los choques de colmillos y huesos. Luchaba con la fuerza de la desesperación, despedazando a los intrusos, resistiendo a pesar de estar superado en número. La tierra estaba teñida de sangre, y los cuerpos de sus guerreros caían uno tras otro.
Entonces, el Alfa Milord emergió entre las llamas como una bestia nacida del odio, con la intención de unirse a la batalla.
—Líder Shaffer… —pronunció Milord—. Por fin pagarás la deuda de sangre.
Shaffer le gruñó con fuerza.
—¡Cómo osas meterte con mi familia, con mi manada! —exclamó.
Milord chasqueó la lengua.
—Qué descaro el tuyo, ¿te atreves a tutearme? Soy “Alfa Milord” para ti, maldito perro —siseó.
—Este lugar no es Asis, y tú no eres mi rey, mucho menos te reconozco como Alfa —declaró Shaffer.
Milord soltó una carcajada oscura, que erizó la piel de quienes la escucharon.
—Tu orgullo no te servirá de nada, Shaffer. Así como tus padres arrancaron la vida de los míos, hoy yo arrancaré la vida de toda tu insignificante manada.
—¡Tus padres eran cazadores de elfos! —respondió el líder—. ¡Los míos solo intentaban protegerlos de la barbarie de esos tiranos que se hacían llamar reyes!
—¡Tus padres no tenían ningún derecho a interponerse en lo que hacían los míos! —bramó Milord—. ¡Ustedes no son más que una manada de despreciables perros errantes, sin tierra ni lugar al que pertenecer! ¡Luna Escarlata nunca debió existir, y yo me encargaré de borrar ese error de la faz del mundo!
Sin más palabras, se lanzaron el uno contra el otro. Shaffer logró morder a Milord, arrancándole un jirón de carne, provocando un gruñido de dolor. Pero Milord era más grande, más joven, y más fuerte.
Con un zarpazo devastador, abrió una herida profunda en el costado del líder. La sangre brotó caliente, empapando la tierra. Otro ataque, otra mordida, y la fuerza de Shaffer empezó a flaquear, en lo que Azucena miraba paralizada desde su escondite parcial tras un madero caído.
Entonces, el golpe final.
Milord se abalanzó sobre Shaffer y, con las fauces abiertas, le mordió el cuello con una fuerza brutal. El crujido de los huesos quebrándose resonó por encima del rugido del fuego. La sangre brotó en un chorro que manchó el hocico del asesino, y con un movimiento definitivo, le rompió el cuello.
Azucena casi dejó escapar un grito, pero no debía. Su madre, por su parte, vio cómo habían acabado con su pareja, así que entendió que era el fin de Luna Escarlata. Por tanto, no podían seguir escondiéndose. Tenían que huir lo más lejos posible.
Pero antes de que dieran un paso, lobos enemigos las rodearon. La madre tomó su forma de loba roja, erizando el pelaje y gruñendo como una bestia acorralada. Saltó sobre el primer enemigo y le hundió los colmillos en el cuello, pero otro lobo la embistió por el flanco.
Azucena solo vio un destello de garras, y luego el cuerpo de su madre cayó sin vida, con la sangre tiñendo su pelaje rojo.
Un chillido ahogado se escapó de su garganta. Ella intentó correr, pero unos dientes le atraparon el cabello y la arrastraron por la tierra.
Cuando la alzaron, jadeando, su mirada se cruzó con la de Milord.
El Alfa asesino la observó como si ya fuera de su propiedad y una sonrisa torcida se dibujó en su hocico ensangrentado.
—Así que tú eres… la loba roja. Qué hermosa eres… —expresó—. Serás una excelente adquisición.
Milord había acabado con toda la manada de Azucena. Habían sido borrados de la faz de la tierra, pero a ella no la mató, pues su don de la curación la hacía demasiado valiosa para ser sacrificada.
Por esa razón, cuando su venganza bañó en sangre a la manada de Azucena, no desperdició a la última loba roja. No era compasión, era ambición. Él deseaba aquel poder para sí mismo, para su gloria.
El Alfa gris deseaba una hija suya, una cachorra que heredara el don de la curación, un arma viviente que pudiera moldear a su antojo, un títere que asegurara su poder durante generaciones.
Para lograrlo, la llevó a su reino “Asis”, y la mantuvo como su esclava y amante forzada. Ella no era su pareja oficial ni su hembra reconocida ante el reino. Sin embargo, todos sabían que Azucena era su juguete, su cautiva, su hembra que quizás moriría sirviendo y complaciendo a Milord hasta su último aliento. Pero solo los cercanos a Milord sabían que ella era la loba roja.
Cada noche, Milord la reclamaba como si fuese de su propiedad. No importaba si estaba cansado, eufórico, furioso o simplemente aburrido; la arrastraba a su lecho y la tomaba, con la fría intención de engendrar a una hija.
—¡Por favor, déjeme ir! —suplicó Azucena, mientras lágrimas calientes resbalaban por sus mejillas. Intentó apartarlo, arañar su piel, pero era inútil; sus manos delgadas no podían empujar aquel cuerpo que parecía una muralla.
Milord la aprisionaba contra la cama con un peso sofocante, imposible de combatir. Ella quería pelear, gritar, escapar… pero su cuerpo, más frágil que nunca, solo temblaba de impotencia.
—¡Deberías estar agradecida! —gruñó Milord, con un destello de soberbia en los ojos mientras la sujetaba con brutalidad—. No solo te dejé vivir, sino que además tienes el honor de estar con un rey como yo.
—¡Usted mató a mi manada! ¡Jamás tendrá mi aprecio!
—¡Sé que terminarás amándome algún día! Es solo cuestión de tiempo. Mientras tanto, dame lo que necesito: hijos. Eso es lo que más necesito de ti. Por otro lado, ¿por qué lloras por esa manada inútil? Sabes muy bien que solo tus padres te querían. El resto de tu manada te odiaba, porque posees el don prohibido. Ese don solo pertenece a los elfos, pero tú, nacida de una generación mestiza e impura entre un elfo y una loba, llevas dentro de ti un poder que tu manada siempre detestó. Te temían, te despreciaban. No te veían como alguien especial, sino como una constante amenaza.
Azucena dejó de forcejear en ese momento, sintiendo una punzada en el techo, pues era verdad. Su manada siempre la despreció.
—No puedes negarlo, sabes que es la realidad —agregó Milord, dándose cuenta de que la había vulnerabilizado—. Y no solo tu manada te despreciaba, el mundo entero cree que eres solo un símbolo de caos, un error de la naturaleza, una aberración de la creación. Tú jamás debiste existir, loba roja. Tu don no te hace especial, es tu sangre la que habla por ti. Tu sangre está contaminada, y por esa razón, no tienes lugar en este mundo.
De pronto, se asomó a su oído.
—Te hice un favor, mi hermosa loba —finalizó con frialdad—. Olvída a tu manada, olvida a todos. Desde ahora, solo vivirás para servirme. Así que ámame, ámame o tu vida se convertirá en un infierno.
Al día siguiente, cuando Askeladd se dirigió a la habitación de Azucena, no cambió su costumbre: abrió la puerta de un solo golpe, sin llamar, sin pedir permiso, sin anunciarse. El marco de madera golpeó la pared con un sonido seco que rompió el silencio de la estancia. Y entonces la vio.Azucena estaba completamente desnuda, a mitad de colocarse un sencillo vestido. El lienzo claro de la tela descansaba entre sus manos, pero aún no cubría nada de su cuerpo.Al verla, Askeladd se detuvo, paralizado por un instante que se sintió más largo de lo que realmente fue. Ella, sin embargo, no reaccionó como él hubiera esperado; no se cubrió, no gritó, no apartó la mirada. Se quedó quieta, observándolo con absoluta serenidad, sin rastro de sorpresa, de pudor ni de nerviosismo. Sus ojos lo miraban como si nada en esa situación fuera digno de incomodidad.Askeladd, inquieto por la falta de reacción, giró bruscamente sobre sus talones para darle la espalda.—¿Por qué te quedas ahí parada? ¡Vístete
—Eso se entiende perfectamente, Gran Alfa —apoyó Ragnar—. Los elfos que no cumplen con el rey deben ser sancionados con la máxima severidad. Sin embargo, en este caso específico, estamos hablando de la Loba Roja. Una hembra que usted no dudó en poner su vida por encima de la de esos mismos elfos. Esto podría interpretarse incluso como una declaración de guerra, Lúviel podría romper la alianza —Lúviel era el nombre del Reino de los elfos.—Que lo hagan entonces —soltó Askeladd—. Que desaten esa guerra si es lo que desean. No les temo. Estoy dispuesto a acabar con todos aquellos elfos que se atrevan a desafiar a Sterulia y a mí. Pero, desde un punto de vista lógico, eso carecería de sentido. Los elfos que nacen en mi reino son esterulianos, pertenecen a mi dominio. Así como los lobos que nacen en Lúviel están bajo el mando de su rey y él es quien decide su destino, yo no me inmiscuyo en sus asuntos, y de igual forma, ellos no deben entrometerse en los míos ni juzgar cómo manejo los asun
—No puede dejar todo en manos de la suerte, Gran Alfa —replicó Ragnar—. No puede ponerse a experimentar con la loba roja para ver si la calamidad llegará al reino o no. Tiene que deshacerse de ella. No puede seguir aquí.Askeladd lo observó sin decir una sola palabra. Cada segundo que pasaba, su presencia se volvía más grande, más abrumadora, hasta que Ragnar sintió cómo la presión se le clavaba en la nuca. Era como estar frente a un lobo que no necesitaba gruñir para advertir que podía matarte en cualquier momento.—¿Todo se hará ahora como tú quieres? —inquirió Askeladd, sin apartar la mirada.Ragnar parpadeó, confundido.—¿Qué?Askeladd comenzó a caminar hacia él, despacio, como si cada paso estuviera fríamente medido.—Pregunto, que si las cosas serán ahora como tú quieres. ¿Soy yo quien debe obedecerte a ti? ¿Acaso tú eres el rey ahora? ¿Debo entregarte mi corona?—Gran Alfa… —Si deseas ser el rey y tomar mi lugar, entonces tendrás que acabar conmigo —declaró—. Vamos, hazlo. Mué
Askeladd, con su expresión imperturbable, no apartó los ojos del libro que hojeaba.—Ragnar —pronunció—. Sabes que odio los rodeos.Ese breve comentario bastó para que Ragnar entendiera que no debía andarse con preámbulos. Entonces, tragó saliva y se obligó a responder con franqueza.—Gran Alfa… si esa hembra es realmente la loba roja, no puede quedarse aquí.Fue entonces cuando Askeladd levantó lentamente la mirada del libro y la incrustó en Ragnar, y aunque no pronunció ni una sílaba, Ragnar sintió el impacto de aquella mirada, un golpe invisible que lo atravesó de pies a cabeza.Sabía perfectamente que había entrado en terreno peligroso. Conocía de sobra el carácter del Alfa: no soportaba que alguien le dictara lo que debía hacer, ni que pusieran en duda sus decisiones. Para Askeladd, sus palabras eran ley, y punto. Nadie podía cuestionarlo sin exponerse a su ira. Y sin embargo, Ragnar, consciente del riesgo, no tuvo más remedio que tragarse cualquier vestigio de temor; no podía pe
Después de que alguien tratara las heridas de Azucena, Askeladd se retiró a su estudio, cerrando la puerta tras de sí para asegurarse de no ser interrumpido. Sabía exactamente qué buscaba, y por eso se dirigió a uno de los estantes más altos, donde guardaba los textos más antiguos y raros de su colección. Tomó un libro grueso, encuadernado en cuero desgastado, con páginas amarillentas por el tiempo y un olor a polvo y humedad que evidenciaba que hacía décadas nadie lo había abierto.Lo abrió con cuidado y comenzó a hojearlo con paciencia, buscando alguna referencia concreta. Su interés se centraba en la manada Luna Escarlata, el clan al que pertenecía Azucena. Sin embargo, el libro no se dedicaba a un único linaje, sino que recopilaba información general sobre distintas manadas, tanto asentadas como nómadas, y hasta hablaba de antiguos reinos de lobos que habían existido siglos atrás.Entre sus páginas, encontró que los Luna Escarlata eran mencionados, pero pronto se dio cuenta de que
El Alfa condujo a Azucena hasta la habitación que ya estaba destinada a ser la de ella. Al llegar, no mostró la más mínima delicadeza en el gesto de hacerla bajar; simplemente se agachó un poco y, balanceando su cuerpo, facilitó que las piernas de Azucena se deslizaran suavemente hacia el suelo. Sin embargo, ella no logró mantener el equilibrio, y al tocar el piso terminó desplomándose con cierta torpeza.A pesar de ello, no tardó en recuperar la postura, incorporándose mientras se sacudía la ropa.—Gracias, Rey Alfa.En ese momento, Askeladd se transformó en su forma humana y se acercó con una presencia aún más imponente. Sin mediar palabra, tomó con firmeza la barbilla de Azucena, un contacto inesperado que la sobresaltó por su intimidad y autoridad. Sus dedos le hicieron girar la cabeza primero hacia un lado y luego hacia el otro, como si quisiera examinar con detenimiento las heridas que marcaban su rostro. Los arañazos y moretones eran evidentes, testigos mudos del sufrimiento re
Último capítulo