C3: Dicen que es un psicópata.

Meses después, Milord se dirigió a los establos, que era en donde Azucena dormía cuando no tenía que ceder ante la lujuria del Alfa. No tenía una alcoba dentro del palacio, sino que dormía con los caballos.

—Azucena —pronunció él—. Te he asignado un nuevo guardián.

La loba había quedado embarazada de nuevo, y Milord eligió a otro elfo para acompañarla durante el proceso.

El elfo, de nombre Lorien, era de piel clara y cabello plateado. Sus ojos grises estaban apagados, resignados, como si la esperanza hubiera sido arrancada de raíz.

Azucena lo miró con un escalofrío, podía notar que no era como los demás. Su caminar era lento, torpe, y su mirada nunca se alzaba del suelo.

—Este elfo se encargará de tu cuidado —continuó Milord, rodeándola como un depredador que disfruta de su propia presa—. Te asignaría una elfa, pero ellas tienen destinos más… productivos que cuidarte a ti.

Azucena bajó la cabeza, porque sabía perfectamente a qué se refería. En el reino de Milord, las elfas no eran criadas ni guardianas: eran mercancía. Hermosas y codiciadas por su belleza exótica, eran vendidas a comerciantes que marchaban hacia otros reinos. Algunas eran compradas para servir en cortes lejanas; otras desaparecían para siempre en mundos gobernados por criaturas aún más crueles que los lobos.

Milord sonrió al ver el escalofrío que recorrió a Azucena.

—Sí, lo sabes —dijo, deleitándose en su incomodidad—. Las elfas son más valiosas que el oro.

La mayoría de los elfos que Milord capturaba eran de rango menor, apenas capaces de curar rasguños y heridas leves, o tenían otras habilidades insignificantes. En cambio, Azucena era distinta. Su don de curación era extraordinario: podía sanar enfermedades, regenerar extremidades y revertir daños graves, aunque exigía un alto costo de maná.

Por eso, mantener a Azucena cautiva no era lo mismo que tener a un centenar de elfos menores. Ella era invaluable.

De pronto, Milord tomó al elfo del brazo y lo acercó a la loba.

—Este no nos traerá problemas. —La sonrisa de Milord se ensanchó con un matiz siniestro—. Está castrado. ¿Entiendes, Azucena? No podrá hacer absolutamente nada contigo.

Azucena sintió un nudo en el estómago. No solo por la humillación implícita en las palabras de Milord, sino por la mirada vacía del elfo, que era la viva imagen de lo que significaba ser propiedad de ese tirano.

Desde entonces, aunque la vida de la loba era un calvario, el único consuelo que tenía era la silenciosa compañía del elfo, Lorien.

Durante los siguientes años, él había sido testigo de su sufrimiento. Al principio, él había cumplido con sus deberes en silencio, pero poco a poco empezó a sentir un profundo aprecio por ella.

Una noche, mientras Azucena se levantaba de su cama —que nada más era un montón de paja en los establos—, Lorien se aproximó a hablarle.

—No puedo soportar verlo más…  —expuso de repente, mirando la barriga de Azucena. No era más que un leve abultamiento, pero ya podía notarse—. No puedo seguir viendo cómo la tratan.

Azucena lo miró con ojos cansados.

—No tienes idea de cuánto he pensado en escapar de este lugar y del Alfa Milord, pero cuando imagino cualquier escenario posible, todos terminan en tragedia —argumentó—. No tengo a dónde ir, no tengo familia, y estoy esperando un hijo suyo. Milord jamás me dejaría en paz en mi estado, pues lo que más le importa es el cachorro. Por tanto, si huyo, él me encontrará haga lo que haga.

Azucena perdió a sus cachorros incontables veces. Aunque un par de cachorras habían logrado nacer, murieron al poco tiempo. Pero en ese momento, estaba embarazada otra vez.

El elfo apretó los puños y se inclinó hacia ella.

—Si realmente desea escapar, puedo ayudarla. Le diré a dónde debe ir y a quién debe buscar.

Azucena parpadeó, sorprendida.

—¿A dónde iría?

—Al reino de Sterulia, a buscar al Rey Alfa Askeladd —susurró, como si temiera que hasta las paredes escucharan ese nombre—. Es el único que podría protegerla del Alfa Milord.

El nombre le provocó terror. Azucena lo había escuchado en murmullos entre los esclavos y los guerreros: un rey Alfa temido, despiadado, con la reputación de ser incluso peor que Milord.

—Dicen que es un psicópata —resaltó ella, apartando la mirada.

—Quizá lo sea —admitió el elfo—. Pero los psicópatas se destruyen entre ellos. Si usted logra que él se ponga de su lado, si logra que él la reclame como parte de su reino, Milord dejará de tener poder sobre usted.

Azucena sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. Ese era el inicio de su plan para recuperar su libertad, aunque sabía que el camino hacia dicha libertad estaría pavimentado de riesgos.

La huida había sido un acto desesperado. Azucena, en su forma de loba, corría bajo el manto de la noche y su pelaje rojo se confundía con el reflejo de las llamas lejanas de las antorchas que iluminaban la frontera de Asis. En su espalda, el joven elfo iba cabalgando sobre ella. Él no podía correr tan rápido como la loba, por lo que Azucena insistió bastante en cargarlo, aunque él se negaba rotundamente.

Lorien poseía algunas habilidades, por lo que se encargó de eliminar temporalmente el olor de Azucena con su magia. Por tanto, ni Milord ni nadie sería capaz de percibir su aroma.

Sin embargo, un aullido rompió el silencio: descubrieron que la loba roja escapó. Uno de los lobos guardianes olfateó su rastro y, en cuestión de minutos, el bosque se llenó de ecos: ladridos, gruñidos, y el estrépito de una cacería.

—¡Váyase! —siseó el elfo—. ¡Tome este camino, lo llevará al reino de Sterulia! ¡Yo distraeré al Alfa y a sus lacayos usando su capa con su aroma!

Azucena lo observó con el rostro desencajado.

—No entendía por qué habías traído mi capa si la intención era que no pudieran olfatearme, pero ahora comprendo… ¡todo este tiempo, estabas pensando en volverte un señuelo! ¡Es por eso que captaron nuestro rastro!

Lorien aligeró su expresión.

—Había que tener un plan, y si se lo decía desde el principio, estoy seguro de que no habría estado de acuerdo…

—¡Por supuesto que no estoy de acuerdo! ¡¿Cómo crees que te dejaré hacer eso!? ¡Si te atrapan, te matarán!

—Si nos atrapan juntos, moriremos los dos —replicó con una amarga sonrisa—. Si muero, que al menos sirva de algo.

Los ojos de Azucena se llenaron de lágrimas.

—¡No, no te dejaré!

—Este es el camino que elegí, no tiene por qué sentirse culpable —manifestó Lorien—. Por favor, váyase antes de que sea demasiado tarde. El Alfa y sus soldados me perseguirán a mí, usted debe aprovechar ese momento para camuflarse y huir. Sálvese, hágalo por su hijo.

El corazón de Azucena se retorció, pero no había elección. Asintió con los ojos vidriosos y se lanzó a la espesura.

La loba no había corrido demasiado cuando escuchó los rugidos que confirmaban su peor temor: Milord estaba cerca. Sus patas comenzaron a fallar; la debilidad del embarazo y los años de maltrato la hacían sentir que el bosque entero se movía en su contra. Entonces, se acurrucó entre los arbustos.

Desde la penumbra, vio el final que nunca quiso presenciar. El elfo fue capturado, y su cuerpo delgado fue arrodillado en el barro mientras Milord lo miraba con un odio casi divertido.

—Traidor… —escupió el Alfa—. Creí que los elfos sabían cuál era su lugar.

Lorien no respondió. Solo miró hacia el bosque, como si supiera que Azucena lo observaba, y sonrió levemente antes de que las garras de Milord le desgarraran la garganta. La sangre salpicó el suelo y el aire se llenó de ese olor metálico y amargo que Azucena nunca olvidaría.

Su alma se rompió. Quiso gritar, pero no podía. Si lo hacía, su muerte sería inminente. Milord arrastró el cuerpo del elfo como si fuera un despojo y se internó en el bosque con su jauría.

Azucena esperó, sintiendo que su corazón latía más fuerte que los tambores de guerra. Solo cuando el silencio regresó, se obligó a moverse. Corría entre los árboles, tambaleándose sobre sus patas, con el pelaje rojo enmarañado por el barro.

Pasaron varios días que llevaba sin comer, sin dormir, con el alma rota por la muerte del elfo que había sido su único amigo. La culpa la devoraba, y el miedo la mantenía en movimiento, aunque cada músculo de su cuerpo gritaba rendición.

De pronto, un dolor lacerante la atravesó desde el vientre, arrancándole un gemido.

Sintió la humedad caliente esparciéndose entre sus patas, y al mirar hacia abajo, vio cómo la sangre manchaba la tierra nevada.

Finalmente, sus patas cedieron y cayó desmayada en la nieve.

Nieve. Frío. Invierno. Ese era el clima que caracterizaba al reino de Sterulia. ¿Podría ser que ya había llegado a su destino?

Cuando volvió a abrir los ojos, la luz de la luna caía como un hilo plateado sobre su cuerpo exhausto y ensangrentado. Azucena levantó la cabeza con el último hilo de fuerza que le quedaba, y entonces lo vio.

Entre la penumbra del bosque nevado se alzaba un lobo descomunal, un monstruo de pelaje oscuro, con apariencia desaliñada por el barro y la escarcha, con cada mechón erizado.

Su cuerpo era un mapa de cicatrices: líneas gruesas y torcidas que surcaban su lomo, sus flancos, las patas y, sobre todo, el rostro, donde una cicatriz profunda lo atravesaba en diagonal, desde la frente hasta la mandíbula, marcándolo como un guerrero que había desafiado la muerte incontables veces.

De sus fauces abiertas escapaban nubes de vapor blanco, mientras sus ojos, rojos como brasas encendidas, la perforaban desde su posición. Parecía un demonio nacido del mismísimo infierno, enviado para reclamar su alma. Y en ese instante, entre el miedo y la resignación, recordó las palabras de Lorien:

“Si ves ojos rojos en la oscuridad, sabrás que el Rey Alfa Askeladd te ha encontrado…”

El destino que tanto había temido y anhelado al mismo tiempo estaba frente a ella.

El miedo la atravesaba, pero el dolor y el cansancio le arrancaron la última chispa de valentía.

—Haz… un trato conmigo. Te… te daré mi vida… a cambio… de que me aceptes… en tu reino…

Fueron sus últimas palabras antes de perder la conciencia.

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