Azucena sintió que la pregunta de Askeladd se clavaba en su mente.
¿Sería capaz de convertirse otra vez en la amante de un Rey Alfa?
Con Milord nunca hubo elección. Ella simplemente era suya, como un objeto al que se le exigía obediencia. Noche tras noche, su cuerpo era forzado a soportar lo que su alma rechazaba.
Milord no conocía límites ni cansancio: iba de loba en loba, y siempre regresaba a ella. La hacía suya con brutalidad, la humillaba con juegos que nunca quiso jugar, obligándola a tocarlo, a complacerlo de maneras que le revolvían el estómago. Y si ella se negaba, la castigaba; si se quedaba quieta, se enfurecía. Nunca fue amor, solo un deseo enfermo, abuso y repulsión.
Ahora, frente al Alfa más temido entre los lobos, la duda se abrió paso en su pecho como un fuego extraño. Askeladd podía parecer un demonio salido de las tinieblas, como si en cualquier momento pudiera aplastarla con una sola mano. Y, sin embargo, no había asco en ella.
Por primera vez en años, la sola idea de compartir un lecho con un macho no le producía náuseas. Al contrario, su mente traicionera se preguntó cómo sería sentir el peso de ese torso marcado por la guerra, el calor de su piel dura, y que esos ojos rojos la miraran de cerca.
Por un instante, casi sin darse cuenta, un destello cruzó sus ojos, un brillo diminuto de deseo… pero enseguida la realidad la golpeó. Si Askeladd era tan salvaje como parecía, si su fuerza la envolvía como un vendaval, su cuerpo débil y hambriento podría quebrarse.
Azucena abrió la boca para hablar. Sin embargo, no alcanzó a pronunciar palabra. De pronto, la mano de Askeladd se cerró en torno a su cuello y, con una fuerza brutal, la estampó contra la pared de piedra, en lo que un gemido de dolor escapó de sus labios.
Él inclinó su rostro hacia el suyo, y sus dedos la obligaron a girar la cabeza, dejando al descubierto su cuello pálido, mientras Askeladd bajaba la mirada hacia el aro de hierro que rodeaba su cuello.
—Interesante collar —dictaminó, mientras observaba la argolla delgada que envolvía el cuello de Azucena—. Por lo que veo, eras una esclava. ¿De quién estás huyendo?
A Azucena se le erizó la piel. Recordar quién le había puesto ese collar hacía que le doliera el estómago.
Askeladd lo observó un poco más, dándose cuenta de que el collar no era totalmente liso. Sobre la superficie, se veían símbolos tallados.
—Símbolos —articuló él, reconociendo los trazos. Lo que veía eran símbolos de origen élfico, y probablemente estaban en el collar para inhibir los poderes de la loba. Sabía que el hierro debilitaba el poder de los elfos, por lo que era lógico pensar que se lo colocaron para anular el don de Azucena—. ¿Te lo colocaron para que no usaras tu supuesto don?
Azucena no tenía la intención de reservarse los detalles de su pasado, pero Askeladd no le daba tiempo a responder.
De pronto, el Alfa se asomó a su cuello y la loba sintió cómo el aliento caliente y áspero de Askeladd descendía sobre su piel. Luego vino el olfateo lento, profundo, como un depredador que rastrea a su presa.
—Hueles a otro lobo… —resaltó con desagrado—. Es un aroma pútrido que hace que se me irrite la nariz.
Lorien había conseguido que el aroma de Azucena no pudiera ser percibido, pero era algo temporal, lo que la ayudó a escapar sin ser detectada. Por tanto, su aroma finalmente había regresado.
Azucena no alcanzó a responder, pues la vergüenza le cerraba la garganta tanto como la mano de Askeladd. Sus ojos se desviaron hacia el suelo, y a pesar de su palidez por la deshidratación, no pudo evitar que se le sonrojaran las mejillas.
—Yo… es que yo…
—No me importa lo que hayas hecho con tu cuerpo —interrumpió Askeladd—. Pero dime, ¿este collar es para anular tu don?
Azucena apretó los labios.
—N-no por completo —indicó—. Inhibe una gran parte, pero aun puedo curar heridas leves. P-pero también… el collar daba aviso al que me tenía cautiva… le advertía cuando usaba mi don para curar. No podía… usarlo sin su consentimiento.
Su don de curación que, en lugar de significar esperanza, era solo otra cadena más. Milord le colocó un collar especial que medía el flujo de su maná —de esa forma llamaban a la energía que usaban los elfos para usar su don—, y cada vez que intentaba usar su poder sin permiso, el collar la delataba.
Entonces, llegaban los castigos: golpes que la dejaban temblando, días enteros encerrada sin comida ni agua. Debido a estos castigos, los maltratos, la salvajidad y el constante estrés, siempre perdía a sus cachorros.
Las nalgadas que acababa de recibir de Askeladd, en realidad fueron una caricia comparados con todas las agresiones que sufría por parte de Milord.
Askeladd la escudriñó en silencio. No miraba su desnudez, sino cada cicatriz, cada moretón, cada marca que contaba una historia de abuso y resistencia. Sus ojos se detuvieron en las heridas antiguas, ya cicatrizadas, y en otras más recientes que aún teñían su piel con tonos violáceos.
De repente, se agachó para tomarla de las piernas y la levantó como si no le costara nada, acomodándola sobre su hombro izquierdo, a lo que Azucena soltó un jadeo de sorpresa.
—¡Rey Alfa! ¡¿Q-qué está haciendo?!
—Guarda silencio —fue su única respuesta.
Azucena quedó colgando, con el torso hacia abajo, observando la espalda ancha del Alfa. Desde allí pudo ver de cerca la cartografía de más cicatrices que surcaban su piel, testigos mudos de innumerables batallas.
Askeladd salió de la mazmorra. En la entrada, éste le ordenó a uno de los lobos que resguardaba el lugar, que le acercara la capa que solía usar. Entonces, al tenerla, la extendió sobre Azucena, cubriéndole la desnudez y las nalgas enrojecidas, protegiéndola del frío.
Mientras avanzaban, los lobos que trabajaban o patrullaban dejaron sus tareas por unos instantes, siguiendo la inusual escena con ojos atentos. Vieron el cabello naranja de la mujer, el cuerpo delgado colgando sobre el hombro del Alfa y el collar de hierro que le ceñía el cuello.
Las miradas se cruzaban en un murmullo mudo: ¿Quién era esa hembra? Askeladd no era precisamente un lobo compasivo; si traía a alguien a su reino, debía haber una razón de peso.
Finalmente, Askeladd llegó a su hogar: un pabellón majestuoso, amplio y sólido como una fortaleza. Era casi un palacio, pero sin ostentación; imponente por su tamaño y estructura más que por decoraciones lujosas.
El Gran Pabellón de Askeladd era el corazón del reino, un refugio imponente donde la piedra y la madera oscura guardaban la esencia salvaje de la manada real. No solo era la morada del Rey Alfa, sino también el hogar de quienes formaban la cúspide de su jerarquía.
Mientras Askeladd avanzaba por el pabellón, Azucena, colgando sobre su hombro, podía ver a los sirvientes detenerse para mirar. Sus ojos se posaban en ella con curiosidad, aunque todos intentaban disimularlo. Aquella hembra pelirroja, con un collar de hierro en el cuello, desnuda bajo la capa del Alfa, era un espectáculo insólito.
Subieron las escaleras hasta el segundo piso y Askeladd ni siquiera la obligó a caminar, sino que la llevaba como si no pesara nada, mientras Azucena observaba su alrededor.
Al llegar a un estudio amplio, encontraron al Beta del reino. Su nombre era Ragnar, la mano derecha de Askeladd, que residía en el ala oriental del Gran pabellón.
Ragnar estaba leyendo unos libros. El hombre, con sus anteojos redondos, levantó la mirada y se quedó boquiabierto al ver al Rey Alfa cargando a una hembra en semejante estado.
—Finalmente volvió, Gran Alfa… —dijo con voz vacilante—. Pero… ¿qué es lo que trae consigo? Huele… extraño.
Askeladd llevó a Azucena hasta un sofá individual de cuero y la depositó allí.
—Te asignaré algunas tareas, Ragnar —ordenó el Alfa—. Quiero que te encargues de que le den un baño, la vistan, curen sus heridas más recientes y le den de comer. Cuando esté lista, la llevarás ante mí de inmediato. Por cierto, ahórrate las preguntas. Tienes prohibido hacerle algún interrogatorio, ni obligarla a hablar. Soy yo quien se encargará personalmente de ella.