C8: Quiero que me lo demuestres.

En ese momento, Azucena no era la misma figura marchita y deshecha que había llegado a aquel lugar. Su cuerpo había sido lavado con esmero, sus cabellos desenredados y peinados con paciencia, su piel frotada hasta que la suciedad dio paso al resplandor pálido de una belleza dormida. Vestía ahora un atuendo sencillo pero digno, y sobre sus hombros caía un manto de piel para resguardarla del inclemente clima de Sterulia, donde el frío calaba hasta los huesos y la nieve parecía perpetua.

Ragnar, serio como siempre, fue quien la guió por los pasillos hasta el gabinete de Askeladd. Cuando llegaron a la puerta del gabinete, Ragnar la abrió con una ligera reverencia. 

—Gran Alfa, le he traído a su invitada. Se ha hecho todo tal y como lo ordenó —anunció el Beta.

—Haz que pase y retírate —impuso Askeladd, a lo que Ragnar hizo que Azucena cruzara el umbral y luego se marchó.

Askeladd estaba de pie junto a una enorme estantería tallada en roble negro, mientras que sus dedos recorrían los lomos de los libros con una atención meticulosa. Él y Ragnar compartían el amor por los libros, por el saber antiguo, por las historias de civilizaciones ya muertas y reinos que apenas dejaron ruinas.

En esa ocasión, Askeladd había estado hojeando con interés varios tomos antiguos, buscando cualquier mención o fragmento que hiciera alusión a la mítica manada de los Luna Escarlata, aquellos nómadas salvajes de los que Azucena afirmaba haber sido parte. Era escasa la información que existía sobre ellos, pero si Azucena en verdad era la loba roja, entonces él tenía ahora bajo su techo a una reliquia viviente. Aunque era difícil de creer que fuera ella, pues casi todo el mundo asumió que la loba roja había muerto con su Clan.

Al percibir su presencia, Askeladd dejó el libro en su lugar sin apuro. Se giró con serenidad, sin cambiar el semblante. Sus pupilas se fijaron en ella, y por un momento no dijo nada. La examinó de pies a cabeza, no con lujuria, sino con interés frío y estratégico, como quien evalúa el estado de un objeto.

Era evidente que el cambio en ella era notable. El brillo apagado de sus ojos había recobrado una tímida chispa. Sus mejillas, aunque aún hundidas, ya no eran tan grises. Se notaba que la comida y el baño la habían hecho resurgir, aunque todavía estaba lejos de sanar por completo.

Sin sonreír ni expresar aprobación alguna, Askeladd se acercó a ella. Se detuvo a escasos pasos y la miró al rostro, sin parpadear.

—Dijiste que tenías el don de la curación. Muy bien —declaró—. Quiero que me lo demuestres.

No hubo elogio por su nueva apariencia, ni ninguna muestra de aprecio por la criatura semiquebrada que había comenzado a reconstruirse. Solo una exigencia, un desafío, como si su valor dependiera única y exclusivamente de lo que pudiera hacer, de lo útil que resultara.

—Aunque afirmes ser la Loba Roja —continuó—, aunque digas pertenecer a esa tribu errante de Luna Escarlata, yo no puedo fiarme de ti por meras palabras. Aquí, las palabras no significan nada. Lo único que vale son las acciones.

En su rostro no había apuro, pero tampoco paciencia. Quería ver de qué estaba hecha esa muchacha. Quería saber si el mito caminaba realmente ante él… o si solo era otra mendiga rota que usaba nombres sagrados para salvarse de la hoguera.

—Sí... soy consciente de lo que debo hacer —indicó Azucena—. No tengo intención de engañarlo.

Askeladd entrecerró los ojos y su siguiente frase fue como un veneno que se deslizó sin esfuerzo por sus labios.

—Te advierto que, si descubro que no eres más que una impostora, te quitaré todo. La comida, y la ropa. Haré que vomites hasta el último trozo que has engullido, te haré cicatrices peores y quemaré las prendas que traes puesta. Luego acabaré contigo sin el más mínimo titubeo, porque lo que más detesto en este mundo es que me vean la cara. La mentira es una enfermedad, y odio a los enfermos embusteros.

Azucena sintió cómo se le erizaba la piel del cuello, y cómo la amenaza no era un simple arrebato, sino una promesa hecha con la frialdad de un hombre acostumbrado a matar.

—P-por supuesto, Rey Alfa —articuló ella—. No deseo que desconfíe de mí, pero... hay un problema.

—¿Cuál? —preguntó él.

—Este collar —dijo, llevándose una mano al cuello—. Como le dije antes, inhibe gran parte de mi don. Con él apenas puedo canalizar algo de maná y sólo podría curar heridas leves. Nada impresionante. Pero si aun con eso... si con una demostración simple puedo probarle que no soy una farsante, estaré más que dispuesta.

Askeladd se acercó, acortando toda distancia entre ellos. Cada paso que daba parecía pesar sobre el suelo, y cuando finalmente estuvo frente a ella, su sombra la cubrió por completo. Pero Azucena no retrocedió.

Sentía miedo, sí. Sabía que, si él lo deseaba, podía cortarle la cabeza allí mismo y exponer su cadáver ante todo el reino como castigo por haber osado engañarlo. Sin embargo, en esa misma presencia imponente, también había algo que le provocaba un inesperado alivio: seguridad. Una certeza silenciosa de que, si lograba demostrar su verdad, él sería su mejor escudo.

De pronto, Askeladd extendió una mano y la llevó hacia su cuello. Azucena dio un respingo, más por instinto que por decisión, al notar sus dedos rozar el collar metálico que rodeaba su garganta.

Askeladd sostuvo el objeto con firmeza, evaluando su estructura.

—Voy a romperlo —declaró.

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