En el sombrío Valle del Norte, reina Ulrich, el cruel y temido rey Alfa por todas las manadas. Su único deseo es conquistar a cada una de ellas y solidificar su dominio, pero una maldición proferida por Gaia, la enigmática Peeira, arroja una sombra sobre su imperio. Ulrich solo podrá tener un heredero si encuentra una compañera de su manada de origen, una tarea aparentemente imposible después de la aniquilación de su jauría cuando aún era un joven lobo. Despreciando la profecía, Ulrich ve cómo sus Lunas, una a una, sucumben en el parto, dejándolo sin descendencia. Determinado a evitar la caída de su imperio, convoca a sus mejores hombres lobo para encontrar a una mujer con cabellos negros y ojos azules, descendiente de su antigua manada. Pasan años de búsqueda hasta que la esperanza surge con Phoenix, una esclava distante de las llanuras del reino. Phoenix es vendida al rey Alfa, aceptando su destino con resignación. Ulrich propone un acuerdo: si ella le da un hijo, será liberada. Sin embargo, el destino les reserva más que un pacto de conveniencia. ¿Podrá el Rey Alfa superar su propia crueldad para conquistar a la mujer que ama?
Leer más♪En las suaves márgenes del río, donde el agua murmuraEntre sombras y luces, mi corazón procuraEn la tranquilidad del bosque, donde nuestros destinos se tocanLlamo a mi lobo, donde los sueños se desenredan...♪El sol brillaba intensamente sobre el bosque, pintando las hojas de los árboles con tonos dorados y esparciendo calor por toda la foresta. El río fluía serenamente, sus aguas cristalinas reflejando los rayos solares, mientras los pájaros cantaban melodías alegres en lo alto de los árboles.♪Por los senderos de tierra, bajo el cielo centelleanteSigo en mi búsqueda, sin nunca titubearMis ojos reflejan la llama, como estrellas que guíanSiento la conexión, el llamado resonando...♪En medio de este escenario idílico, una voz femenina resonaba por el bosque, portando una canción de amor que fluía como un río de emociones.♪Y cuando la aurora despierta, y el día va a surgirContinúo mi pl
El campo de batalla era un caos pintado en tonos de sangre y lodo. Aullidos cortaban el cielo nublado como cuchillas afiladas. Lobos chocaban unos contra otros, sus colmillos desgarrando carne, sus garras rasgando pelajes densos oscurecidos por el barro y la sangre. Entre los combatientes, destacaba una figura colosal: Ragnar, en su forma lupina, cubierto de cicatrices y gloria. Su pelaje negro brillaba con el sudor y el polvo, y sus ojos ardían como brasas en medio del humo de la guerra.A su lado, moviéndose como una sombra viva, estaba Kaleo —el lobo negro de ojos azules, alfa de la manada, símbolo de fuerza y autoridad. Los dos eran un torbellino de muerte para sus enemigos, danzando juntos con maestría instintiva, como si fueran dos lados de una misma alma.Entonces, la tierra tembló.No como un simple sacudón, sino como si el propio mundo despertara de un sueño profundo y furioso. Un rugi
Fuera de la cabaña, reinaba el caos. Mujeres corrían con niños, cargando bultos de ropa y comida. Lobos aullaban, y el sonido de ramas quebrándose en el bosque crecía. Valkirra, con la determinación de una madre, tiró de Phoenix por senderos estrechos, gritando:—¡Ulrich! ¿Dónde estás?Phoenix seguía, el corazón acelerado. Ulrich, el niño que se convertiría en el alfa cruel, pero también en el hombre que ella amaba, estaba allí, en algún lugar. Necesitaba encontrarlo, protegerlo, cambiar su destino. Pasaron por cabañas, donde familias se apresuraban hacia las cuevas. Valkirra se detuvo cerca de un arroyo, los ojos escudriñando la espesura.—Le gusta venir aquí —dijo, la voz temblando—. ¡Ulrich!Phoenix abrió la boca para gritar, pero un aullido gutural cortó el aire, seguido de gritos. El bosque explotó en movimiento —lobos grises, liderados por un alfa inmenso, surgieron, sus colmillos brillando. El ejército de Gray había llegado. Valkirra agarró a Phoenix, tirándola detrás de un árb
Phoenix se quedó helada. Su corazón latía con tanta fuerza que apenas podía escuchar algo más. El hombre frente a ella —de postura firme, ojos penetrantes y presencia imponente— era su padre. El padre que nunca había conocido, pero cuya sombra siempre había planeado sobre su infancia.Él también parecía conmocionado, aunque mantenía el rostro controlado. Sus ojos, azules como los de ella, se fijaron en ella con una intensidad que la hizo encogerse involuntariamente. El parecido entre ellos era innegable: la misma curvatura de los ojos, el mentón marcado, los rasgos fuertes y definidos. Pero lo que más lo sorprendió fue cuánto le recordaba a Ruby. Era como si estuviera viendo a su compañera más joven, con un aura que destellaba, etérea y ancestral.Kaleo entrecerró los ojos y se colocó delante de Ruby en un gesto instintivo de protección, interponiéndose entre su esposa y la joven desconocida. Su voz resonó firme en la cabaña silenciosa:—¿Alguien puede explicarme qué está pasando aquí
Anidado entre montañas ancestrales, cuyos picos se desvanecían bajo una niebla eterna, el territorio de la manada Blackmoon permanecía oculto a los ojos del mundo. Árboles tan antiguos como el propio tiempo se alzaban como columnas de un templo sagrado, sus troncos gruesos cubiertos de musgo espiralado. Las ramas altas se entrelazaban en el cielo, formando una bóveda natural que bloqueaba la luz del sol. Era como si el propio bosque protegiera aquel lugar de todo lo que venía de fuera. Solo la luna lograba atravesar la barrera y proyectar su luz plateada entre las rendijas, bendiciendo a aquel pueblo antiguo.Era de mañana, aunque allí, el tiempo parecía inmutable. Los lobos de Blackmoon seguían sus rutinas con la precisión de una danza coreografiada por siglos de tradición. Hombres de cabellos negros y ojos dorados se deslizaban entre las sombras en sus formas lupinas, cazando con destreza. Las mujeres, todas también de cabellos negros, diferenciadas por ojos azules cristalinos como
De vuelta en la sala del trono, ahora vacía, el silencio era opresivo. Ningún sonido, salvo la respiración contenida de Phoenix, llenaba el espacio. El eco lejano del mundo parecía haber sido sellado fuera de las murallas de Stormhold. Estaba sola. Sentada en aquel asiento antiguo, donde reyes y reinas del Valle del Norte habían promulgado leyes y decretado muertes, ahora no sostenía una corona, sino un cuaderno de tapa gastada, marcado por garras, un agujero de flecha y bordes chamuscados. El cuaderno de Ruby. Phoenix hojeó las páginas lentamente, con el cuaderno descansando en su regazo, el cuero envejecido por las manos que lo habían hojeado antes que ella, hasta detenerse en la página deseada. El nombre del hechizo aún parecía brillar en la página, como si la tinta de Ruby nunca se hubiera secado. *Fatum Manus Mea Tangit.*
El sonido era suave, casi como un susurro proveniente de un lugar olvidado por el tiempo. Phoenix abrió los ojos lentamente, las pestañas pesadas como piedra. Al principio, todo era un borrón, una niebla entre el sueño y la vigilia. Pero entonces, al parpadear unas veces, la imagen frente a ella ganó nitidez. El cuaderno. Estaba ante ella, descansando como un relicario sobre el suelo frío de piedra, y las páginas se movían solas, como guiadas por una brisa invisible. Phoenix se incorporó levemente, los brazos temblorosos sosteniendo su cuerpo cansado. Los músculos le dolían como si hubiera atravesado eras, y tal vez lo hubiera hecho. Estaba de vuelta en la sala del trono de Stormhold. El gran salón parecía inalterado: columnas imponentes de piedra gris, tapices bordados con el escudo del Norte ondeando suavemente con la corriente de aire que pasaba por las ventanas
Astrid la miró, la expresión de la Diosa desprovista de cualquier rastro de misericordia. — Eres terca, Phoenix. —Respiró hondo, y los vientos alrededor del templo comenzaron a agitarse, la niebla volviéndose más densa—. Tal vez necesite ser más clara. Si insistes en retroceder una vez más, si osas desafiar el destino nuevamente con ese hechizo… Yo misma me encargaré de desterrar tu alma. Sí, borraré tu existencia de este mundo, y no reencarnarás. Tu ser será eliminado del propio tejido de la realidad. Phoenix sintió el peso de la amenaza, pero su respuesta fue inmediata, firme y desafiante. — Que así sea, Astrid. Haz lo que tengas que hacer. Pero no me pidas que pare, porque incluso si eso significa mi extinción, no dejaré de intentar traer a Ulrich de vuelta. ¡No permitiré que su cruel destino quede sellado por la inercia del tiempo! Astrid resopló, una mezcla de incredulidad y cansancio reflejándose en su expresión celestial. Sus labios se curvaron en una media sonrisa áspe
Phoenix dio un paso atrás, la capa deslizándose ligeramente de sus hombros. La palabra “diosa” resonó en su mente, pero la presencia de Astrid no dejaba espacio para dudas. La energía que emanaba de ella era distinta a cualquier magia que Phoenix hubiera conocido: era pura, primordial, como el propio ciclo de la luna. Pryo, en su mente, permaneció en silencio, pero Phoenix sintió un estremecimiento de reverencia proveniente de su compañera lupina. Era como si incluso Pryo supiera que estaban ante el propio principio de la Creación. Phoenix tragó saliva, intentando contener el temblor en sus manos. — ¿Dónde estoy? —su voz salió casi en un susurro, temblorosa. Astrid inclinó la cabeza con la gracia etérea de quien lleva siglos de sabiduría en los ojos. Sus cabellos flotaban alrededor de su cabeza como una niebla plateada, y sus ojos, perlados, brillaban con una compasión profunda. — Estás en el Templo del Claro de Luna —respondió—. Un santuario entre los mundos, donde el tiempo no