Cuando Askeladd dio la orden, Ragnar no formuló ninguna pregunta. Sabía que, cuando el Rey Alfa hablaba, su voz era ley. Askeladd no toleraba la réplica, y Ragnar, aunque de fuerte carácter, entendía perfectamente su lugar. Además, desconocía por completo el contexto de la situación: no sabía quién era la hembra, por qué se encontraba en ese estado deplorable ni qué papel jugaba en los designios de su rey. Así que, sin titubear, acató la instrucción.
Ordenó entonces a un grupo de sirvientas confiables que se encargaran de ella. Eran cuatro lobas jóvenes las que rodearon a Azucena como si se tratase de un animal herido al que debían purificar.
La condujeron al interior del pabellón secundario, donde se alzaba una tina profunda de madera de pino, perfumada con aceites suaves y pétalos marchitos. El agua estaba tibia, lo suficiente como para quitarle el temblor de los huesos.
Las sirvientas la desnudaron con delicadeza, obedeciendo una regla tácita: no le estaba permitido hablar con ella. La sumergieron en la tina y comenzaron a frotar su piel con esponjas de lino, enjabonándola desde los tobillos hasta el cuello. Cepillaban su cabello con dedos cuidadosos, intentando no dañar los nudos secos formados por la sangre seca y el polvo del viaje.
Mientras trabajaban, no podían evitar observarla detenidamente. Su cuerpo era una geografía de cicatrices: antiguas y recientes, finas como hilos o gruesas como cordones torcidos. Había hematomas en sus brazos, rasguños en los muslos, y marcas violáceas que hablaban de maltrato. A pesar de la obligación del silencio, los ojos de las jóvenes hablaban entre sí, compartiendo el desconcierto.
Azucena sentía cada mano sobre su piel como una presencia ajena, distante, incapaz de penetrar el abismo en el que se había sumergido. No había palabras, ni siquiera gestos amables. Solo el murmullo del agua moviéndose, el sonido del jabón deslizándose por su carne rota y las respiraciones a su alrededor.
Una vez que terminó el baño, la envolvieron en paños blancos y comenzaron a secarla. Mientras lo hacían, comenzaron a preparar la ropa que Ragnar había ordenado llevar.
Fue en ese momento, cuando creyeron que Azucena ya no prestaba atención, que comenzaron a cuchichear entre ellas.
—¿Quién será esta hembra? —preguntó una—. ¿Será la pareja del Gran Alfa?
—No lo creo —respondió otra—. ¿La viste bien? Está demacrada, flaca como un espectro. ¿Tú crees que él traería a una pareja oficial en ese estado?
—Pero es bonita, quizás sea su amante…
—Quizás es una esclava especial. O una excombatiente.
—¿Y si es una prisionera? ¿Has visto el collar que lleva en el cuello? —añadió otra, bajando aún más la voz.
No sabían si era una esclava, una prisionera o una amante. Solo especulaban mientras trabajaban.
Cuando llegó el momento de vestirla, las sirvientas le colocaron ropa mucho más digna de lo que había tenido durante su tiempo bajo la custodia de Milord. No era una vestimenta lujosa ni propia de una noble, pero sí cuidadosamente escogida: un vestido de tela limpia y suave, de tono claro, sin excesos, acompañado por un corsé sencillo que marcaba con delicadeza su figura.
Tras el baño, la llevaron a la cocina. Allí se olía a pan recién horneado, a caldo y a vida. Le sirvieron un cuenco con sopa espesa y algo de pan tierno. Ella, a pesar de tener mucha hambre, comió con lentitud para no golpear su estómago. Y, pese a la incertidumbre, del dolor aún fresco en su cuerpo y del vacío emocional que arrastraba como un pozo sin fondo, por primera vez en mucho tiempo, Azucena se sintió tratada como algo más que un objeto.
No sabía qué le esperaba. No tenía idea de cuáles eran los planes de Askeladd para ella. Pero en ese instante fugaz, entre cucharadas de caldo y el crujido del pan tibio en su boca, una tímida chispa de alivio se encendió en su interior. No era libertad, pero tampoco era castigo. Y eso, para alguien que había vivido tanto tiempo en la oscuridad, ya era una forma de respiro.