Milord era un lobo Alfa y rey de Asis, un territorio no muy extenso con clima cálido y zonas húmedas. Era un tirano egoísta, que exigía tributos y sumisión, viviendo en un lujoso palacio mientras que su reino moría de hambre.
Por otro lado, este rey era la viva imagen de la perfección masculina y, al mismo tiempo, la personificación del peligro. En su forma humana, su presencia imponía tanto como en su forma de lobo. Su cabello gris oscuro le caía hasta la nuca, brillando a la luz como acero pulido.
Sus ojos dorados eran capaces de paralizar a cualquiera con una sola mirada. Tenía una mandíbula fuerte, bien definida, y el cuerpo de un guerrero: alto, ancho de hombros, con músculos marcados por años de combates. Cada paso suyo transmitía autoridad y fuerza masculina, acompañado por una voz grave y profunda que vibraba como un trueno.
Cuando se transformaba en lobo, su pelaje gris oscuro reflejaba la luna, y su porte majestuoso dejaba claro que era un Alfa que nadie osaría desafiar, tan hermoso como letal.
Cualquier loba del reino imaginaba con lujuria cómo sería estar en los brazos del Alfa Milord. Sin embargo, para Azucena, era un tormento sin fin. Aquel lobo de pelaje gris podía ser atractivo a los ojos de los demás, pero para ella era el rostro de su desgracia: el asesino de sus padres, el exterminador de su manada, el monstruo que le había arrebatado todo.
Una de tantas noches, Azucena yacía estática sobre las pieles frías, con los ojos incrustados en un punto en el techo. Milord estaba encima de ella, moviéndose con brutalidad y sus gruñidos llenaban los aposentos, pero ella permanecía inerte, como si su alma hubiera escapado lejos de allí.
Milord, al darse cuenta de su quietud, detuvo su vaivén un instante. Luego, su mano se enredó en el cabello de Azucena, tirando con fuerza hasta obligarla a mirarlo.
—Eres peor que una piedra —escupió con furia—. Ni siquiera un cadáver sería tan frío como tú. ¡Muévete, haz algo!
Ella no respondió. Sus labios apenas se separaron para tomar aire, pero su mirada vacía fue su única rebelión. Eso enfureció más a Milord, quien apretó su mandíbula y se inclinó sobre ella, buscando quebrar la resistencia silenciosa que lo desafiaba sin palabras.
Azucena llevó mucho tiempo en la sombra de la esclavitud, reducida a una existencia vacía. Milord la mantenía cautiva como si fuera una simple herramienta de su ambición: una loba con el don de la curación, obligada a concebir para él.
El don de la curación era un legado único en la sangre de Azucena. Pertenecía a la madre, pero al dar a luz, pasaba a la hija. Desde entonces, la madre quedaba sin magia. Sin embargo, si la cachorra moría, el poder regresaba a ella. Azucena sabía que, en cuanto le diera una hija a Milord, éste probablemente se desharía de ella.
Por desgracia, aunque podía concebir, su embarazo no duraba mucho debido a los malos tratos y el salvajismo de Milord.
Cierto día, Azucena se hallaba en los establos cuando sintió un intenso mareo a causa de su estado de preñez, en lo que un elfo de pelo rubio la sostuvo en brazos para que no cayera al suelo. El elfo había sido asignado a Azucena para que la atendiera hasta que tuviera al cachorro, por lo que siempre la acompañaba.
En el reino de Asis, era común ver elfos esclavizados. Milord los raptaba, aunque no era una tarea sencilla. Lo lograba obligando a Azucena, la Loba Roja, a ayudarlo. Azucena había heredado conocimientos transmitidos por generaciones sobre la historia y las debilidades de los elfos. Milord la forzó a revelarle esas debilidades, y gracias a eso, pudo capturar muchos más.
El reino de Milord siempre había odiado a los elfos y los había cazado por generaciones, pero él convirtió esa práctica en una cacería sistemática.
El elfo que ayudaba a Azucena la sostuvo por un momento para evitar que cayera. Fue tan solo unos minutos de contacto físico, pero en ese mundo controlado por Milord, aquello bastaba para ser condenado.
De repente, Milord apareció frente a ambos.
—¿Qué demonios significa esto?
El elfo la soltó de inmediato, levantando las manos en señal de que no había hecho nada. Pero Milord ya había asumido cuál era la situación, y su mente retorcida no necesitaba pruebas.
—¡Guardias! —rugió con un poder que heló la sangre de Azucena.
Dos lobos aparecieron corriendo y el elfo fue apresado por los brazos.
—¡Llévenselo al calabozo! —ordenó Milord sin titubear—. Y encadénenlo como el animal que es.
El elfo intentó hablar, balbuceando en su defensa, pero el primer golpe de los guardias en su estómago lo hizo doblarse sin aire. Azucena sintió cómo un nudo de terror le trepaba por la garganta.
—¡Alfa! ¡¿Qué está ocurriendo?! —gritó ella, con las lágrimas asomando en sus ojos.
—¡¿Cómo te atreves a engañarme con ese repulsivo elfo?! —acusó.
Azucena abrió los ojos con sorpresa y horror.
—¡¿De qué habla?! ¡No hemos hecho nada!
—¿Nada? —repitió él—. ¿Nada es como lo llamas? ¿Crees que soy estúpido?
En un solo paso largo la alcanzó. Su mano se hundió en su cabello y tiró de él con una violencia que le arrancó un grito desgarrador. Azucena sintió cómo su cuero cabelludo ardía mientras era arrastrada por el suelo frío.
Milord la arrastró desde los establos hasta su palacio, en lo que los sirvientes se apartaban en silencio, bajando la cabeza; sabían que mirar podía costarles la vida. Nadie intercedía, nadie hacía nada, y más porque hasta los mismos sirvientes también maltrataban a Azucena.
La puerta de la habitación de Milord se abrió de un golpe y, sin perder tiempo, la arrojó contra el suelo. El impacto la dejó aturdida por un instante, y cuando intentó incorporarse, él se abalanzó sobre ella.
—¡Maldi*ta loba roja! ¿Crees que puedes burlarte de mí?
—Yo… ¡yo jamás he estado con él! ¡No hicimos nada, lo juro, Alfa!
Milord la tomó de la mandíbula con tanta fuerza que sintió como si le partiera los huesos del rostro.
—¡No me mientas en la cara!
—¡Yo solo sentí un mareo por mi embarazo, y él me sostuvo para que no cayera…! —Azucena habló con dificultad.
—¿Y cómo sé que ese cachorro es mío? ¿Y si es del maldito elfo?
Azucena negó con la cabeza e insistió en que el cachorro era de Milord, pero no fue suficiente para que éste eligiera creerle.
—Si ese cachorro no es mío, más vale que desaparezca —escupió, con una frialdad asesina.
Azucena no estaba preparada para lo que sucedió. Había recibido todo tipo de malos tratos, pero era la primera vez que recibía la ira real de Milord.
El Alfa no tuvo compasión, él no conocía tal cosa. En ese momento, sus manos se convirtieron en una tormenta sobre su cuerpo.
—¡No voy a permitir que des a luz al hijo de otro! —exclamó—. ¡Si no es mío, no merece vivir! ¡No dejaré que viva!
Y el castigo físico y severo continuó, Milord aún no había terminado de descargar su rabia.
—¡Te atreviste a deshonrarme, maldi*ta loba roja! ¡Recuérdalo, solo te dejé vivir para servirme a mí!
Después de aquel castigo, la tiró sobre el colchón con violencia, y en un acto de pura dominación, la tomó a la fuerza.
Cuando terminó, Milord la dejó tirada como si no valiera nada.
—Ahora haré que ese maldito elfo pague —anunció.
El calabozo se llenó de gritos poco después. El elfo fue torturado por Milord, hasta que finalmente dio su último respiro.
Días después, un doctor fue llamado por Milord para “verificar la verdad”, un lobo de mediana edad que pertenecía a una raza con sentidos más agudos que los de cualquier otro. Su olfato era tan fino que podía detectar enfermedades por su olor, incluso podía rastrear aromas antiguos, desenterrando secretos en la piel.
El doctor fue llevado al lugar donde Azucena era retenida y, sin mediar palabra, comenzó su examen. Tras varios minutos en silencio, el doctor habló.
—Ella jamás ha estado con otro macho.
Milord entrecerró los ojos, dudando aún.
—¿Estás completamente seguro? Si me mientes, pagarás con tu vida.
—Soy consciente de ello —respondió el doctor, sin titubeos—. Pero lo único que percibo es el aroma de ella y la suya, Alfa.
Los ojos dorados de Milord la escudriñaron, pero no mostraba remordimiento, ni siquiera enojo. Lo único que había en su rostro era una aceptación retorcida.
—Muy bien —dijo finalmente—. Perfecto. Entonces ese cachorro que ella esperaba definitivamente era mío.
Caminó despacio alrededor de ella, como si analizara un objeto valioso al que pensaba seguir utilizando.
—Es una pena que ahora esté muerto —añadió con frialdad—, pero no importa. Podemos hacer otro. Intentarlo una y otra vez, no habrá problema con eso.