—No puede dejar todo en manos de la suerte, Gran Alfa —replicó Ragnar—. No puede ponerse a experimentar con la loba roja para ver si la calamidad llegará al reino o no. Tiene que deshacerse de ella. No puede seguir aquí.
Askeladd lo observó sin decir una sola palabra. Cada segundo que pasaba, su presencia se volvía más grande, más abrumadora, hasta que Ragnar sintió cómo la presión se le clavaba en la nuca. Era como estar frente a un lobo que no necesitaba gruñir para advertir que podía matarte en cualquier momento.
—¿Todo se hará ahora como tú quieres? —inquirió Askeladd, sin apartar la mirada.
Ragnar parpadeó, confundido.
—¿Qué?
Askeladd comenzó a caminar hacia él, despacio, como si cada paso estuviera fríamente medido.
—Pregunto, que si las cosas serán ahora como tú quieres. ¿Soy yo quien debe obedecerte a ti? ¿Acaso tú eres el rey ahora? ¿Debo entregarte mi corona?
—Gran Alfa…
—Si deseas ser el rey y tomar mi lugar, entonces tendrás que acabar conmigo —declaró—. Vamos, hazlo. Mué