Inicio / Hombre lobo / EL REY ALFA PSICÓPATA Y SU ESCLAVA DEL DON PROHIBIDO / C5: Si te ordeno que seas mi amante, ¿lo serás?
C5: Si te ordeno que seas mi amante, ¿lo serás?

Milord siempre había sido un lobo hermoso, de esos que parecían tallados por los dioses para atraer miradas. Su pelaje gris oscuro y sus ojos dorados lo volvían fascinante a la vista. Muchas lobas lo habían deseado, muchas habían sucumbido a su encanto… hasta que conocían la verdadera podredumbre de su alma. Entonces, corrían de él. Porque detrás de ese rostro perfecto solo había crueldad, violencia y repulsión. Azucena lo había aprendido de la manera más dolorosa, como esclava y amante suya durante varios años.

Ahora, sin embargo, estaba frente a otro tipo de monstruo: el Rey Alfa Askeladd. Él era un lobo atractivo, pero su belleza permanecía oculta bajo sus cicatrices de guerra. Su presencia era áspera, y su sombra parecía capaz de aplastar a cualquiera. Era un gigante de músculos y fuerza bruta, un hombre que parecía haber sido forjado entre batallas y noches de sangre. Y sin embargo, no había nada en él que le causara repulsión. Ni una pizca.

No entendía por qué, pero su cuerpo reaccionó solo. Los dedos de Azucena empezaron a cosquillear, como si algo la impulsara a moverse. Antes de darse cuenta, había estirado la mano a través de los barrotes y sus dedos recorrieron la gran cicatriz diagonal que le cruzaba el rostro.

Askeladd se quedó inmóvil. Aquello jamás le había pasado. Ninguna hembra había tenido el atrevimiento de tocarlo así sin que él lo consintiera, de acercarse a esa marca que él llevaba como un recordatorio de todo lo que había perdido y ganado en sangre.

Entonces, reaccionó. Su mano enorme atrapó la muñeca de Azucena con firmeza, deteniendo su movimiento de golpe. Ella sintió su fuerza y sabía que con un simple apretón podría partirle los huesos.

—¿Qué crees que estás haciendo? —rugió él.

Azucena tragó saliva.

—¡L-lo siento! Yo… yo solo… ¡fue un impulso! —expuso, en lo que observaba su marca—. Esa cicatriz… yo puedo hacerla desaparecer.

Askeladd apretó la mandíbula, y con ella, también apretó un poco más la muñeca de Azucena. Sus dedos eran como un grillete de hierro, y el dolor la atravesó al instante, por lo que no pudo evitar soltar un pequeño gemido.

—¿Por qué querría yo que desaparezca esta cicatriz? ¿Por qué propones esa desfachatez? ¿Acaso te doy asco? ¿Te repugna mirarme a la cara? ¿Qué tal si en lugar de eso, te arranco los ojos? —amenazó—. No deberías siquiera mirarme de frente, nadie en Sterulia se atreve a mirarme como tú lo haces. Y tú incluso tienes el descaro de tocarme.

Azucena tragó aire de golpe, dándose cuenta de que había cometido un error al sugerir aquello.

—¡A mí no me molesta! —aclaró rápidamente—. A-a decir verdad, me gusta su cicatriz…

Por primera vez, un brillo de sorpresa cruzó el rostro de Askeladd. Sus párpados se entrecerraron, evaluándola. Aflojó ligeramente la presión de su mano, aunque no la soltó. Esa confesión había desarmado, por un instante, la muralla de hierro de su carácter.

—Pero… —agregó Azucena— si a usted le molesta… puedo demostrarle que puedo hacerla desaparecer…

Askeladd la soltó súbitamente.

—No necesito que hagas tal cosa —gruñó.

—E-está bien… —murmuró Azucena—. Yo solo quiero… demostrarle que puedo ser útil para usted. Haré lo que me pida, Rey Alfa.

De repente, Askeladd abrió la celda sin esfuerzo, y antes de que Azucena pudiera retroceder o siquiera pensar en hacerlo, su mano grande y callosa se cerró en torno a su brazo.

Un solo tirón bastó para arrastrarla fuera de la celda. Su cuerpo, exhausto y debilitado por el hambre, la deshidratación y el frío, no pudo sostenerse por sí mismo. Azucena tropezó y, sin remedio, se desplomó contra el torso del Alfa. El impacto fue como chocar contra una pared de roca tibia; dura, pero con un calor que la envolvió en un instante.

—La celda no estaba cerrada con llave —reveló Askeladd—. Y, aun así, no intentaste salir.

Azucena sintió que la sangre le helaba las venas. Su cabeza estaba apoyada en el pecho del Alfa, y cada palabra vibraba a través de sus músculos, recordándole que tenía ante sí a un depredador que podía romperla con un simple movimiento.

—Es que… yo no tengo intención de huir…

De repente, en un movimiento preciso, el Alfa la obligó a inclinarse hacia adelante, doblándola con facilidad solo con la presión de su brazo. El torso de ella quedó sostenido por el antebrazo del lobo, evitando que cayera de cara contra el suelo de piedra.

—¿Crees que puedes tocarme y no sufrir las consecuencias? —gruñó Askeladd.

Los párpados de Azucena se expandieron debido al asombro, y antes de que pudiera reaccionar, la primera nalgada resonó en la mazmorra.

Azucena soltó un grito ahogado por la sorpresa y el dolor, sintiendo cómo el impacto ardía en su piel frágil. Otra cayó, y otra más, cada una cargada de la fuerza del Alfa.

—¡¿Q-qué está haciendo, Rey Alfa?! —inquirió la loba, mientras recibía las nalgadas de Askeladd y su piel se tornaba cada vez más rojiza y ardiente.

—Así disciplinamos aquí a los cachorros insolentes —declaró él.

El corazón de Azucena latía con fuerza. La vergüenza la consumía, y el dolor le arrancaba gemidos involuntarios, pero dentro de sí no había odio. Solo miedo… y una extraña sumisión que no comprendía.

Después de quedar satisfecho con ese castigo, Askeladd hizo que Azucena se irguiera, para luego tomarla de la barbilla.

—¿Aún estás dispuesta a hacer lo que sea para demostrarme que eres útil? ¿O debería simplemente dar de comer tu carne a mis soldados?

Azucena jadeaba debido a las nalgadas que acababa de recibir.

—N-no… —atinó a responder—... N-no he cambiado de opinión…

—Entonces, si te ordeno que seas mi amante, ¿lo serás?

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